15

Dic

2011

Por Carlos Arrizabalaga Lizárraga

Por Carlos Arrizabalaga. 15 diciembre, 2011.

El presidente Humala dijo hace unos días que los niños son “la mejor materia prima del país”, y claro que tiene razón: nuestros niños valen infinitamente más que todo el oro y la plata y el cobre del Perú; pero de todos modos –por más que habla en sentido figurado–, sorprende un poco la analogía. Las metáforas productivas pueden generar el espejismo de que quepa aplicar a los “profesionales de la educación”  criterios de eficiencia tomados de la ingeniería industrial. No se puede, por más que los técnicos insistan.

Sin embargo, hace unos meses el jefe de un programa de una conocida universidad limeña ofrecía a sus postulantes la perspectiva de convertirse en profesionales “con un alto valor agregado”, y es que la demanda de “actores que intervienen en un mundo económicamente globalizado” hace necesario “ofrecer al mercado profesionales con las herramientas imprescindibles”. Inmersos en un mundo y un lenguaje economicista, solo falta que a los cachimbos los traten de “insumos”, a los profesores nos conviertan en “agentes productivos” o “desarrolladores” y a las academias preuniversitarias, en “industrias extractivas”.

Por más que la educación implique un cierto ejercicio económico y todo sea alegoría, esos términos siempre resultan irritantes: el saber tiene más vínculos con el ser que con el tener, más consistencia en lo cualitativo que en lo cuantitativo, y así en el ámbito de la formación de la persona ese lenguaje económico ofende y preocupa, como que no encaja del todo, porque desconoce la naturaleza de la persona.

Tarde o temprano todos empleamos términos económicos, usuarios o empleados, contribuyentes, compradores o vendedores y los economicismos se ven pujantes con su aureola de importancia y novedad, aunque algunos sean tan viejos como “negocio” o “dinero” (denario era la moneda usual en Roma, donde querían circo y vivir procul negotiis). Se tomaron del árabe andaluz “arancel”, “almacén”, “aduana”, “alcabala”, pero muchos más se inventan ahora o se importan del inglés sin dilación: “know how”, “bróker”, “leasing”… Incluso cuando ya tenemos palabras para el caso, por esnobismo más que por necesidad aparecen “aperturar”, “recepcionar”, o “coberturar”.

Dado el prestigio del mundo comercial y financiero, y la excesiva confianza que se concede a la administración (que es importante pero no la solución a todo), no es extraño que los economicismos invadan nuestros discursos sin dar cuenta a nadie. Son intocables. Los museos se consideran “industrias culturales” y los pacientes se vuelven “usuarios del sistema asistencial”. Unos payasos decían ahora en la tele que eran “ingenieros de la risa”. Ni siquiera la crisis les hace temblar porque ahora más que nunca los “créditos basura” o las “primas de riesgo” (que deben tener muchos primos cerca) están en boca de todos.

Y seguro que por eso también están a sus anchas con nuevos adjuntos: “transacciones políticas”, “déficit de legitimidad”, “márketing electoral”, y todo es poco para el prestigioso y expansivo lenguaje de la soberana Economía. Pero el futuro del país no es solo una cuestión material y la Educación pone en juego algo no se puede cuantificar –lo que vale y lo que cuesta– solo con dinero. Y tampoco expresarse con metáforas desafortunadas o incluso ruines.

 

Docente.

Facultad de Humanidades.

Universidad de Piura.

Artículo publicado en el diario El Tiempo, martes 29 de noviembre de 2011.

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