Por Francisco Bobadilla Rodríguez

Por Julio Talledo. 02 agosto, 2012.

El invierno no acaba de llegar. Empezamos las mañanas con fresco y hasta frío, pero al mediodía abre un espléndido sol que deja sin argumentos al poeta nostálgico. Ya no podría escribir, por ejemplo, “estas tarde grises del invierno me ponen triste”. Con tremendo sol “el triste” la tiene difícil, ha de arrimarse a otro árbol para rumiar sus penas.  Pero, ¿qué decir de aquellas tardes que son sólo continuidad de la mañana y preámbulo para una noche más? ¿Qué decir de las crisis existenciales de los domingos por la tarde que amenazan con contagiar a los demás días de la semana? Días en lo que se mezcla el aburrimiento, la rutina, el sinsentido, el vacío, sin que necesariamente estemos a un paso del psiquiatra.

La felicidad o infelicidad, ha dicho López Quintás, muchas veces pende tan sólo de una actitud. Y quizá la actitud más felicitaria sea la de ser agradecido. Es la actitud de Chuck, el personaje que interpreta Tom Hanks en la película “El náufrago”. Perdido en una isla del océano,  después de largo tiempo logra regresar a la civilización y se entera de que su novia, creyéndolo muerto, se había casado con otro. Vuelve a su casa y en la soledad de la noche, propicia a la confesión personal, dice: “estoy muy triste por no tener a Kelly, pero estoy muy agradecido de que ella haya estado conmigo en esa isla”. La foto de Kelly era lo último que miraba antes de dormir. Un hombre agradecido, no cabe dudad. Una actitud diferente, lo hubiera llevado a la amargura y al sinsentido.

Días grises, días sin nada. Los seres humanos le tenemos horror al vacío e, inmediatamente, lo llenamos: con una planta, una cortina, más vino o una agenda ocupada. Hacer cosas, llenar el día. Pero no todo vacío es sinónimo de horror. Volcados como estamos en múltiples laborales, los trajines nos pueden hacer perder de vista que el día como el cuerpo tiene variedad de ritmos. Hay que quemar calorías, pero también hay que recuperarlas. Acabar la jornada cansados  del buen empeño que hemos puesto en el trabajo, para dar paso a esas otras alegrías pequeñas del día: la casa, los nuestros, los amigos, el ocio. Es el tiempo libre para recogerse en soledad. Acallar los ruidos para oír la música de la Creación. Tiempo necesario para mirar crecer a los pequeños y para mirarnos en los mayores, cada vez más dependientes y más chochos: ellos, también, tuvieron quince años.

Con un punto de cinismo se podría argumentar que con plata en el bolsillo todo se consigue, incluso la felicidad. Para demostrar la falsedad de esta afirmación se puede leer la “Ética” de Aristóteles, pero quizá sea más fácil ver las telenovelas cuyos personajes nos recuerdan que los ricos también lloran y que, incluso, María Bonita un día se declara infeliz a pesar de los diamantes, las discotecas, los autos: le sobraron cosas, le faltó el amor. Faltó, precisamente, lo que comparten los amigos: el aprecio mutuo. Es el mantel limpio, la comida caliente, la mesa dispuesta. Son las pequeñeces, llenas de cariño, que convierten la galleta con atún en una delicia gourmet. Y es que para quererte, como muy bien lo cantó José Luis Perales, “no necesito un poema de Bécquer que se clave en el fondo del alma, tan sólo necesito que me quieras, con eso ya me basta”. No es poco.

Docente.

Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales.

Universidad de Piura.

 

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