11

Ene

2012

Por Arturo Hernández Chávez

Por Julio Talledo. 11 enero, 2012.

Cuando escuchamos un villancico, inmediatamente lo relacionamos con la Navidad, tiempo de reconciliación, de unión entre todos, de alegrías y nostalgias, tiempo de sueños y esperanzas. Y es que en realidad estos cánticos elevan nuestro espíritu a un estado ideal de amor y paz, tal como lo anunciaron los ángeles a los pastores en Belén: “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra, paz…”.

La historia de la música registra que durante el Renacimiento, época en la cual la práctica musical era signo de refinamiento cultural, surgieron una serie de formas para recreo de las minorías cultas. Italia fue la pionera –en especial Florencia- en el cultivo y desarrollo de las manifestaciones más significativas del espíritu humanista.

Entre las formas vocales llamadas menores surgieron: los madrigales, de origen italiano, con Claudio Monteverdi como representante; la “chanson”, típicamente francesa, con Clement Janequín como mayor exponente; y el villancico, forma musical española, que alcanzó con Juan del Encina su mayor esplendor. Esta última gozó de gran popularidad en la época de los Reyes Católicos (siglo XV), desplazando a las “cantigas”, poesías cantadas que, desde la Edad Media y hasta ese siglo, habían tenido protagonismo, como por ejemplo, las “Cantigas a Santa María” de Alfonso X El Sabio, rey de Castilla y de León.

El villancico en sí es una composición poética para ser cantada por un pueblo; nace en una villa, de ahí el origen de su nombre, lleva un estribillo y varias estrofas. La línea melódica es sencilla, generalmente sobre los acordes principales de una tonalidad. Hasta el siglo XV tenía carácter profano, con texto amoroso; así por ejemplo tenemos la siguiente letra: “Bella que tienes mi alma, cautiva en tu mirar, si no me has de querer, más me valdrá morir”. En el siglo XVI se empieza a componer villancicos religiosos, no sólo para Navidad, si no también para otras festividades del calendario litúrgico.

El villancico también es tomado en cuenta en algunas obras literarias famosas como “El Nacimiento de Cristo” del célebre Lope de Vega, que es en realidad un auto sacramental en cuyo tercer acto se incluye un villancico cuyo estribillo dice: “A la Clavelina, a la perla fina, a la Aurora Santa, que el Sol se levanta”. A partir del siglo XVI, el villancico de tema navideño llegó a América, y se empezaron a componer aquí también en pleno barroco americano piezas dedicadas al Niño Dios.[1]

Muchos de los villancicos que conocemos han sido compuestos espontáneamente por el sacristán de una iglesia, por el organista desconocido, o por alguna religiosa que en un escondido convento sintió la inspiración divina y la transformó en música; luego el pueblo los hizo suyos. Así encontramos aquel villancico anónimo que dice: “En los brazos de la luna está dormidito el sol, qué dichosa es la Virgen que así tiene al Niño Dios”.

Con el correr del tiempo el villancico se tornó exclusivamente en símbolo de la Navidad. Lamentablemente, ahora también escuchamos villancicos compuestos con fines comerciales; pero al margen de esto, lo cierto es que el espíritu cristiano está en el origen de estas canciones. Conviene, por ello, recordar la verdadera esencia de la fiesta que se celebra y que recoge, por ejemplo, la estrofa siguiente: “Duérmete Niño Jesús, cierra esos ojos rayos de luz, que yo mientras tanto te rezo cantando, mi dulce Jesús”, y también, el final de este conocido villancico: “Cuando Dios me vio tocando ante Él, me sonrió…” ¿Quién no se imagina con esta letra estar frente al Niño en el pesebre y dedicarle una canción con un simple tambor…?

Los compositores peruanos han enriquecido esta forma navideña. Chabuca Granda en uno de sus villancicos nos dice: “Pero al sol de la mañana, mañana clara llena de amor, el Niño Dios ha venido, me ha dado un beso y dormía yo”. Elementos peruanos se han añadido a estas composiciones, como es el caso del conocido “Festejo de Navidad”: “Jesusito e’mi alma no llores así que todos los negros se mueren por ti; del Paseo de Aguas vienen hasta aquí con arroz con leche, flor del capulí…”, y como nos muestra también el maestro Manuel Cuadros Barr: “Niño Manuelito qué quieres comer, buñuelitos fritos envueltos en miel; el buey con su aliento abrigó tus pies, yo quiero abrigarte con mi aliento fiel”.

En el Adviento, preparándonos para la Navidad, estos hermosos versos hechos canción nos deben llevan a reflexionar, a sensibilizarnos cada vez más, meditando en lo grandioso del nacimiento de Jesús: un alumbramiento en un punto recóndito del planeta que cambió por completo el curso de la Historia. Con ese convencimiento, con seguridad, el P. José Mohr y el organista Franz Gruber, de la iglesia de San Nicolás (Oberndorf, Austria), compusieron en 1818 aquel texto que dice: “Noche de paz, noche de amor, todo duerme en derredor; entre los astros que esparcen su luz, bella anunciando al Niñito Jesús, brilla la estrella de paz…”, naciendo así la canción más bella del mundo, letra y música que nos transporta en estos tiempos al más caro anhelo de toda la humanidad: LA PAZ.

Queridos amigos, que tengan una ¡FELIZ NAVIDAD!

Docente y Director del Coro UDEP.

Facultad de Ciencias de la Educación.

Universidad de Piura.

Artículo publicado en el suplemento SEMANA, diario El Tiempo, domingo 18 de diciembre de 2011.


[1] Hernández García, Elizabeth, “La Fiesta de la Navidad: tradiciones y simbología”, en De Humanitatibus, núm. 3 (diciembre 2011), Facultad de Humanidades-UDEP, p. 5.

 

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