Sin hacer alusiones personales, sí quería resaltar un hecho que muchas personas comentaban al conocerle y era que si querías experimentar la paz, tenías que encontrarte con él. Solo hacía falta estar un instante delante de él o escucharle y enseguida tenías la experiencia de que una paz profunda te inundaba. Era una de sus […]

Por Genara Castillo. 11 julio, 2013.

Sin hacer alusiones personales, sí quería resaltar un hecho que muchas personas comentaban al conocerle y era que si querías experimentar la paz, tenías que encontrarte con él. Solo hacía falta estar un instante delante de él o escucharle y enseguida tenías la experiencia de que una paz profunda te inundaba.

Era una de sus notas características, como un oasis de paz, de serenidad. Por lo que cabía preguntarse: ¿Por qué tenía tanta paz que era capaz de irradiarla, de darla a los demás? ¿Cuál era la causa? O como decimos en plan coloquial ¿cuál era su secreto? ¿Cómo se las arreglaba? Porque es evidente que llevaba mucho peso, le habían encomendado grandes tareas, no solo al frente de la Prelatura del Opus Dei sino también encargos importantes que el Papa le confiaba.

Inmediatamente tenemos la respuesta: la fuente de aquella paz no podía ser otra que la de su conexión con Dios, lograda hasta ese punto: de mantenerla a lo largo de todos sus instantes. Nada ni nadie lo sacaba de ahí. Es lo que me asombraba profundamente. Ahí estaba el secreto de su fidelidad, de su sonrisa, de su paz. Sus tareas de gobierno, su oficio ministerial, sus relaciones interpersonales, sus escritos, su incansable actividad, todo ello lo vivía de la mano de Dios.

No hacían falta mayores explicaciones. Nos lo decía, nos lo gritaba, con su ejemplo: Ese mensaje divino recordado en aquel 2 de octubre de 1928 y que está en las entrañas del Opus Dei: de que es posible la santificación universal, el ser contemplativos en medio del mundo, sea cual sea nuestra actividad en cada momento, que eso sí era realizable, o como dicen mis alumnos: ¡Sí se puede!

Don Álvaro del Portillo conoció ese mensaje cuando era estudiante de Ingeniería; y, a los 21 años, un 7 de julio de 1934 pidió la admisión en el Opus Dei. Luego se graduaría de ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, y Obras públicas, tal como era el título formal. En esa misma fidelidad a Dios recibió la ordenación sacerdotal a los 31 años, pero tanto antes como después continuó llevando adelante su vocación de bautizado, de hijo de Dios; era un asunto de coherencia y en el fondo una correspondencia de amor ya que el saberse hijo amado de Dios estaba en el centro de su vida y la impulsaba en cada momento.

Desde hace mucho, miles y miles de personas han destacado su dulzura y exigencia paterna, así como la delicadeza y finura con la que vivía su fidelidad a la misión a la que había sido llamado al servicio de la Iglesia; su profunda vida interior que estaba en la raíz de su optimismo, serenidad, su humildad –siempre discreta–, junto con su sentido sobrenatural, que hacía que se fusionaran sus cualidades humanas y cristianas en una unidad de vida sencilla y fuerte.

Como segundo gran Canciller de la Universidad de Piura (el primer sucesor del santo Fundador de la UDEP, San Josemaría) nos ha dejado su generoso magisterio junto con su invalorable ejemplo. Además, como un detalle muy significativo nos dio como regalo las imágenes de la Ermita del Campus, para toda la comunidad universitaria y en especial para las familias y para el amor humano limpio, sacrificado y noble, que se teje en estas tierras. Por tanta entrega, nos sentimos llamados a agradecerle infinitamente y a acudir a él con confianza en las diversas circunstancias de la vida.

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