Por Maricela Gonzáles Pérez de Castro, Docente de la Facultad de Derecho

Por Julio Talledo. 26 julio, 2013.

Tras la permisión del “matrimonio” entre personas del mismo sexo en California, el tema ha creado polémica e interroga acerca de su posible introducción en el ordenamiento peruano. Para unos, que no dudan en llamarse progresistas y calificar a otros de conservadores, su aprobación en el Perú constituiría parte del progreso y una adaptación del Derecho a los nuevos tiempos; otros, la verían con bastante recelo.

Por encima de estas discusiones, para tomar una postura, primero habría que preguntarse ¿qué es el matrimonio? pues, lo que este sea determinará las exigencias para su constitución; es decir, quiénes pueden contraerlo. Cualquier otro planteamiento implicaría una inversión claramente inaceptable de los términos de la discusión.

El matrimonio es una realidad existente desde la aparición del hombre sobre la tierra: es una “institución natural”. Esta frase, tan vacía de contenido para algunos, es muy importante pues significa que el matrimonio no ha sido creado por ninguna ley; es anterior a la aparición del Derecho: es una realidad prejurídica que existe desde antes de que el hombre empezara a discurrir jurídicamente y de que ningún legislador dictara norma alguna. Por tanto, a las normas jurídicas solo les corresponde reconocerlo y regularlo, mas no modificar su esencia; y así lo consagra expresamente la Constitución Política del Perú en el artículo 5.

Ahora bien, hay una segunda interrogante: como institución natural ¿cuál es la esencia del matrimonio? Esta tiene tres aspectos: heterosexualidad (uno con una), unidad e indisolubilidad. Es una institución en la que la diferencia de sexos es esencial, debido a su función: creación de una familia, generación de hijos. El matrimonio es el sexo institucionalizado. El artículo 234 del Código Civil peruano regula, como única modalidad de matrimonio, la unión sexual entre hombre y mujer.: “el matrimonio es la unión voluntariamente concertada por un varón y una mujer (…) a fin de hacer vida en común”. Este precepto, reitero, se limita a recoger una realidad existente desde siempre, no creada, sino reconocida y regulada por el Derecho.

La heterosexualidad integra el contenido esencial del derecho a contraer matrimonio. En otras palabras, la Constitución y las normas civiles aseguran la existencia del matrimonio con un contenido predeterminado, y se originaría la inconstitucionalidad de las eventuales normas ordinarias que tuvieran por objeto: suprimir el matrimonio o promulgar normas que lo vacíen de contenido, o proponer la creación de figuras paralelas que lleguen a resultados similares.

Bajo estas premisas, si analizamos la unión entre personas del mismo sexo, la consecuencia inmediata es que dicha unión es infecunda por naturaleza. Esta diferencia objetiva y razonada entre la unión heterosexual y la homosexual impide denominar a esta última: ‘matrimonio’, porque, sencillamente, no cumple la función esencial de esta institución: “la procreación”.  Esto no es discriminación ni es religión, sino “realidad” e “igualdad”, principio que exige dar un trato diferente a las situaciones diferentes.

Lo que sí constituiría una discriminación ilegal sería reconocer como ‘matrimonio’ la unión entre personas del mismo sexo, pues se le atribuiría fines ajenos a la procreación o a la unión de los hijos con sus padres.

Con lo dicho no se duda de que las personas homosexuales tengan los mismos derechos que cualquier ciudadano, en toda su plenitud. Sin embargo, contraer matrimonio entre sí, no forma parte de sus derechos civiles. Se lo impide la naturaleza específica del matrimonio, no una falta de plenitud en el reconocimiento y ejercicio de sus derechos fundamentales.

Por ello, concebir el matrimonio como un derecho fundamental de los homosexuales a contraerlo entre sí, es fundamentalismo constitucional y una tergiversación de los derechos fundamentales, que solo es sostenible en un ámbito ideológico.

Si dos personas del mismo sexo quieren unir sus vidas, nadie puede impedírselos, ni mucho menos denigrarlos. Ahora bien, si se quiere proteger esa unión, existen otras formas de reconocimiento social menos lesivas, sin llegar a reconocerla como un derecho ni equipararla al matrimonio: regularlas como una unión civil -al estilo del Lebensgemeinschaft alemana o del partnercav de los países nórdicos.

El Perú no debe cometer el mismo error de otros países, que han buscado la forma más radical de legalizar esta unión para satisfacer a un grupo social minoritario que, muchas veces, huye expresamente de la fórmula matrimonial por considerarla retrógrada y decadente.

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