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Abr

2014

“La vida de don Álvaro es un apasionante testimonio de fidelidad”

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La Dra. Genara Castillo presentó su discurso "Fidelidad, la otra cara de la felicidad" el sábado 29 en el Centro Cultural Carel de Piura, como parte de una jornada sobre Mons. del Portillo.

Por Evelyn Coloma. 01 abril, 2014.

Genara Castillo
1. Noción de fidelidad
Es una convicción en la que coinciden muchos la de que la vida de Don Álvaro se puede sintetizar en una palabra: fidelidad. Por ello, lo primero que cabría preguntarse es ¿qué es la fidelidad? El Diccionario de la Real Academia Española señala que fidelidad es: lealtad, observancia de la fe que alguien debe a otra persona. También, de manera extensiva, se señala que la fidelidad es: puntualidad, exactitud en la ejecución de algo.

Así, la fidelidad se define como lealtad. Y ¿qué es la lealtad? La lealtad es una parte de la virtud de la justicia, que pone de relieve el respeto a los vínculos y los deberes correspondientes. En realidad, se podría considerar que la noción de fidelidad incluye la de lealtad y si alguna distinción habría sería que la fidelidad propiamente pone el acento en el amor a una persona a la que se ama o se está unido, y la noción de lealtad resalta el respeto a los vínculos libremente adquiridos, junto con el cumplimiento de los deberes que ellos implican. Ser leales con los valores, proyectos, instituciones, empresas, y las personas a las que se está vinculado, es como una “extensión” de la fidelidad que se va concretando.

2. Fidelidad y amor
La fidelidad es una virtud que se centra en el amor; ser fieles a una persona presupone el amor; y la lealtad va unida a la fidelidad en el cumplimiento de lo que ella comporta. En la vida de Don Álvaro esto es patente, ya que su fidelidad es sobre todo respecto de Dios. Es su amor a Dios lo que sostiene, alimenta e incrementa su fidelidad. Y esa fidelidad le lleva a ser leal, a respetar los vínculos adquiridos libremente como consecuencia de ese amor.

¿Por qué la fidelidad es fruto del amor? En el caso del cristiano cuya clave es la del amor, esa fidelidad es una respuesta al amor divino que ha tenido la iniciativa, ya que Él nos amó primero; de manera que es la fidelidad de Dios la que mueve –y participa al cristiano– el ser fiel. En este sentido la fidelidad es un don.

Precisamente así empieza Mons. Javier Echevarría su intervención en el Congreso por el Centenario del Nacimiento de Don Álvaro, celebrado en Roma la semana antepasada: “La virtud de la fidelidad, fruto de la caridad y de la justicia, aparece a los ojos de las personas rectas revestida de una gran dignidad, pues es una participación de la fidelidad de Dios, que en la Sagrada Escritura se define a sí mismo como el Dios Fiel: no hay en Él deslealtad alguna, Justo y Recto: así es Él (Dt 32, 4). San Pablo lo asegura vigorosamente: fidelis autem Dominus est, qui confirmabit vos (2 Ts 3, 3). Y desea que sus perfecciones, todas, brillen en los santos y en quienes de veras se empeñan en alcanzar la meta de unión con la Trinidad”.

¿De qué manera brilla esa fidelidad en un gran santo como es Don Álvaro? Esa fidelidad a Dios tiene un momento clave en el descubrimiento de su vocación en el Opus Dei. Ante la llamada de Dios a servirle en esta porción de la Iglesia, no duda, sino que con una sencillez admirable responde inmediatamente, con plena disponibilidad a la Voluntad divina.

Evidentemente, que un acontecimiento tan sobrenatural encuentra una base en las virtudes humanas de Don Álvaro. Lo sobrenatural no elimina lo humano, sino que lo lleva a su perfección. En la antropología filosófica cristiana se habla de la distinción real entre esencia y ser, que si bien se distinguen están muy unidos. El ser personal, alude a la intimidad personal, a ese acto de ser creado por Dios, por predilección, por amor.

El descubrimiento de ese ser personal nos pone en el camino del amor, ya que advertimos que estamos creados por Amor y al Amor nos destinamos; venimos del Amor y vamos hacia Él. El amor de predilección gracias al cual hemos sido puestos en la existencia conlleva la pregunta sobre el sentido y la misión personal que tenemos. Justamente la predilección alude a una dilección, a una elección amorosa de la que hemos sido objeto; ante lo cual uno se pregunta: ¿para qué existo? ¿Cuál es mi misión personal?

Don Álvaro sabía la importancia que tiene descubrir la misión personal, él la había descubierto junto y la había correspondido sin dilaciones. También por ello ayudó a descubrirla a muchas personas que tuvieron la suerte de encontrarse con él a lo largo de su vida. Una de ellas es José Orlandis, quien narra su primer encuentro con Don Álvaro en esos términos: “Me habló de la necesidad de prepararnos para cumplir una misión importante, para tratar de hacer en la vida algo que mereciese la pena (…). La conversación de aquella tarde (…) produjo en mí una impresión nueva e inédita. Aquel estudiante de veinticinco años abría ante mis ojos un panorama insospechado y me animaba a hacer la historia y no tan sólo a dejarme llevar por ella”1.

Y como el ser personal va unido a la esencia, al descubrir la misión personal, se activan y desarrollan las facultades humanas; el amor personal acude a su esencia para buscar ahí los dones para manifestar su amor, ya que obras son amores y no buenas razones. Por ello, la fidelidad que nace del amor se despliega a lo largo de la vida terrena y se expresa a través de las variadas circunstancias que a cada quien le toca vivir.

Así, la vida de Don Álvaro es un apasionante testimonio de fidelidad, de lealtad. Una vez visto el camino, toda su vida está cifrada en esa clave. Efectivamente, en ese afán de corresponder al amor divino se encuentra el gran influjo de San Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei, quien desde los comienzos, lo pone a su lado y se apoya en él para sacarla adelante Obra.

Es admirable la lealtad de Don Álvaro, quien de manera tan abnegada se entrega a la voluntad divina, lo cual se hizo patente como Secretario general del Opus Dei, en el cumplimiento de los encargos de formación espiritual de los fieles de la Obra, que hasta ese momento sólo había ejercido San Josemaría y la finura de esa lealtad no sólo se dio en los comienzos, sino después a lo largo de toda su vida, especialmente en el itinerario jurídico del Opus Dei, en las labores de expansión, etc.; todo lo cual ha sido resaltado por varios autores.

Uno de sus biógrafos, Javier Medina, da cuenta de que: “cuatro meses después de la ordenación sacerdotal y aprovechando que en aquel momento no estaba presente el interesado, San Josemaría contó a un grupo de hijos suyos cómo Don Álvaro «muchas veces sacó las castañas del fuego y recibió muchos palos porque no los recibiera él ni la Obra, y cómo se marchó él solo a hablar a cardenales y grandes personajes para conseguir la aprobación”2.

Esa fidelidad a Dios es puesta de manifiesto incluso en la delicadeza con la que secundó la sugerencia de completar sus estudios superiores, ¿cómo un ingeniero de caminos, canales y puertos se decide por un doctorado en Filosofía y letras? Vásquez de Prada narra que: “Según me comunicaba amablemente desde Brasil, unos días antes de su fallecimiento, el Doutor Xavier de Ayala –que hizo también su doctorado en Historia por aquel entonces- “el incentivo para que Don Álvaro, así como D. José Luis Múzquiz y D. José María Hernández de Garnica, se doctorasen en Letras fue dado por el Fundador del Opus Dei. Aún teniendo en cuenta la solidez y el brillo con que estaban haciendo sus estudios teológicos y la amplitud de su cultura general, en algún momento le vino el pensamiento de que, siendo ingenieros los tres primeros que se preparaban para el sacerdocio, quizá en algún ambiente eclesiástico de aquella época pudiera pensarse que les faltara formación humanística. Y por eso animó a los tres a hacer un doctorado en Letras a lo que se dispusieron inmediatamente”3.

Esa fidelidad se hace todavía más intensa como sucesor del Fundador, de San Josemaría, a partir del año 1975, y como primer prelado del Opus Dei. Sostener y llevar adelante proyectos decisivos como el itinerario jurídico del Opus Dei (que duró más de medio siglo) y la creciente y audaz expansión del Opus Dei, ahondó aún más su amor a Dios, justamente Don Álvaro consideraba que a la primera etapa de la Fundación, le seguía la de la fidelidad.

Esta fidelidad ha quedado patente y ha sido recogido con gran detalle y afecto no sólo por fieles de la prelatura sino también por grandes personalidades de la Iglesia quienes tuvieron la suerte de conocerle (a través de los diversos encargos que le fueron encomendados) y ser edificados con el beneficioso influjo de sus profundas enseñanzas y de su personalidad tan amable que irradiaba siempre tanta paz y cordialidad.

El profesor José Orlandis, en una de las semblanzas, afirma que “«Siervo bueno y fiel» así lo llamó Juan Pablo II, empleando las palabras con las que Cristo introduce a sus elegidos en el gozo de su Señor. Fiel, sí lo fue siempre Álvaro del Portillo, con una fidelidad heroica a Dios y al Fundador de la Obra; y fue siervo bueno, con una inmensa bondad que impregnaba todas sus palabras y acciones. De su persona podrían destacarse muchos rasgos más: la inteligencia preclara, la abnegación para sa crificarse siempre por el bien de la Iglesia y de la Obra; la sincerísima y conmovedora humildad; la paz y la serenidad, fruto de su intensa vida de fe, que irradiaba en torno a él como el buen aroma de Cristo. Mas hay todavía un rasgo que no es posible relegar al olvido: su inmenso corazón”.4

Monseñor Javier Echevarría, Prelado actual del Opus Dei y Gran Canciller de la Universidad de Piura, nos lo recordaba recientemente en una de sus últimas cartas: “La figura de Don Álvaro se inscribe en esa larga cadena de hombres leales a Dios –desde Abraham y Moisés hasta los santos del Nuevo Testamento– que buscaron dedicar toda su existencia a la realización del Proyecto recibido. Nada pudo apartarlos ni un ápice del querer divino: las dificultades, externas o internas, los sufrimientos, las persecuciones… porque estaban firmemente anclados en la Voluntad amabilísima del Señor”5.

Con todo, Don Álvaro nos recuerda que la fidelidad es una virtud que no es sólo para personas heroicas o extraordinarias, sino que atañe a todo cristiano, en cuanto que es llamado a ser fiel a esa vocación cristiana. En una entrevista a Don Álvaro, pone de relieve la importancia de tomar conciencia de la vocación cristiana en cada fiel bautizado, lo cual va en la línea del Concilio Vaticano II:

“Los textos conciliares, en efecto, afirman claramente que la misión única de la Iglesia se realiza a través de la diversidad de ministerios y compete por igual –con la misma responsabilidad– a todos los miembros del Pueblo de Dios, de modo que rige entre ellos una radical igualdad en cuanto a la dignidad (no hay fieles de «segunda categoría») y en cuanto a la acción en orden a edificar el Cuerpo de Cristo. Todos los fieles están llamados a la misma santidad, que consiste en la perfección de la caridad en la plenitud de la vida cristiana (Lumen Gentium, n. 40)”6.

De esa fidelidad arranca la lealtad, que es parte de la virtud de la justicia. Como ya hemos señalado, si la fidelidad es propia del amor, ya que parte del encuentro con una persona (humana o divina), la lealtad es parte de la virtud de la justicia y la clave es el respeto por el vínculo adquirido. Actualmente es oportuno resaltar la importancia de estas virtudes que son humanas y cristianas.

Según Santo Tomás, «la justicia es el hábito según el cual un hombre, con voluntad constante e inalterable, da a cada uno su derecho»7. Pareciera que no es virtud ya que se trata de dar al otro lo que le corresponde. Y sin embargo, no es fácil, ya que de entrada el hombre no es justo, sino que tenemos la inclinación a ponernos nosotros en primer lugar, y si no ejercitamos la virtud de la justicia podemos pasar por encima del respeto al otro(s), de los deberes asumidos y no darle los bienes que le corresponden.

Por ello se requiere hacerse violencia a uno mismo, considerar que el bien es bien no porque sea propio sino que lo es independientemente de uno mismo. Para el cristiano hacer el bien requiere de un largo ejercicio y aprendizaje. De ahí que la virtud de la justicia, y la de la lealtad que es parte de la justicia, nos ayuda a librarnos de nuestra propia subjetividad.

La virtud de la lealtad es parte de la de la justicia, que para un cristiano es, como sostiene García de Haro: «la virtud que, sustentada en la humildad y en el amor de amistad a Dios y a los demás, inclina al hombre a dar a cada uno lo suyo»8. Esto comporta salir de sí mismo para buscar el bien de otra u otras personas; de ahí que la justicia y la lealtad son consideradas virtudes de la alteridad. Alter es el otro, y tenerlo en cuenta valorarlo, es reconocer su importancia. Así pues la fidelidad a Dios de Don Álvaro subraya frente a todos hasta qué punto Dios es el Bien Supremo, el Amor al que hay que corresponder con amor; es como poner de relieve que Dios se merece esa fidelidad; es como decir: Él lo vale, merece tanto nuestra fidelidad, es un reconocimiento que no sólo se hace con palabras sino con la vida misma, con todo nuestro ser.

Por esa causa ser fiel y ser leal requiere de una voluntad muy vigorosa, y como la voluntad es una tendencia racional con la que compiten dos tendencias sensibles (una muy fuerte al bien placentero y otra también importante como es la que tiende al bien arduo) entonces la fidelidad y la lealtad requieren de la fortaleza y de la moderación. De ahí que la fidelidad se pone a prueba en el sufrimiento, en el dolor y en el sacrificio; que hay que asumir de manera tal que el amor se reafirme aún más.

Así, como la fidelidad y la lealtad surgen y se alimentan del amor, la superación de las dificultades encuentra un gran apoyo y fuerza en la filiación divina, en el saberse amados por Dios. Esta filiación divina es una de las características de la vida cristina. Así lo pone de relieve en una entrevista, en la que alude a la santificación de la vida ordinaria, del trabajo o actividades que cada quien realiza y que están en la misma clave del amor, el cual se fortalece en las dificultades:

“El miembro del Opus Dei -y éste es otro de los rasgos esenciales del espíritu de la Obra- no se ve libre de ninguna de las dificultades e incertidumbres que plantea la vida diaria, pero las afronta con optimismo, porque se sabe hijo de Dios. Todo el espíritu del Opus Dei se fundamenta en la filiación divina. La piedad que nace de la filiación divina, predicaba el Fundador de la Obra, es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos (Amigos de Dios, 146)”9. En esa misma entrevista, tras señalar las tres características del Opus Dei, la santificación en la vida ordinaria y en el trabajo humano, la filiación divina y la libertad personal, Don Álvaro señala que la historia del Opus Dei es una trayectoria de fidelidad a Dios.

San Josemaría manifestó en varias ocasiones que Don Álvaro había tenido muchas oportunidades de enfadarse, de entristecerse, de demorarse en la obediencia, etc., pero que pese a todas las dificultades supo ser fiel. Para lograrlo tuvo que ejercitar muchas virtudes, sobrenaturales y humanas también, para que su voluntad siguiera firme en el cumplimiento de su vocación cristiana, de su propia misión en el Opus Dei.

En este sentido se puede ver cómo su fidelidad iba a la par de su amor; es decir que la fidelidad y la lealtad, como el amor del que nacen, no son algo estático sino que son dinámicos, están llamados a crecer. Precisamente crecen ante la presencia del tiempo, de las contradicciones, dificultades, etc. En la vocación cristiana que es camino de amor no puede faltar por tanto la presencia de la cruz. No existe cristianismo sin cruz, como tampoco existe una vida humana sin dificultades. El sufrimiento aparece cuando menos se espera y precisamente ahí es cuando se prueba el amor, la fidelidad y la lealtad.

Así pues, en el fondo se trata del amor, de ese encuentro personalísimo con Dios, en el cual Él se nos ha presentado resplandeciente, nos ha tomado de la mano y nos invita a caminar con Él en el sendero de la vida, lo cual dota a la existencia de un sentido, de una seguridad y de una paz que nada puede remover.

Por tanto, ser fiel a Dios es un enriquecimiento, este endiosamiento bueno nos mete en la apasionante aventura del amor nada menos que a Dios. Corresponder a Dios, serle fiel es ponernos en relación con la Fidelidad y el Amor mismo que no pueden fallarnos nunca. Dios es el fiel por excelencia, no nos deja nunca aún cuando tengamos la desgracia de soltarnos de su mano. Pero entonces, si Dios lo da todo, si no nos quita nada, si nos ha amado desde toda la eternidad, el aceptar ese amor, nos pone en el camino de la felicidad.

3. Fidelidad y felicidad
El ser humano busca la felicidad porque está hecho para ella. Y como el ser humano tiene su origen en el Amor y a Él se ordena, no puede ser feliz si no se encuentra con el amor, si no lo reconoce y se inserta en esa dinámica amorosa. De lo contrario el ser humano permanece como un enigma para sí mismo.

Esto es así porque el amor como la fidelidad es sumamente reveladora, nos va esclareciendo nuestro ser personal, el para qué hemos sido puestos en la existencia; lo cual si bien no lo llegamos a entender del todo en esta tierra sí nos aproximamos a través del amor. Por ello, si no advertimos quiénes somos, si no descubrimos la grandeza del amor al que estamos llamados, y no somos fieles a Dios, entonces quedamos como inéditos, en la ignorancia de quién somos y del por qué y para qué de nuestra existencia, lo cual es una gran desgracia y fuente de infelicidad.

Al contrario, al descubrir y recorrer ese camino surge en grado proporcional la fidelidad: saberse amado y amar es la clave de la felicidad y es también una manera de ser fieles con nuestro ser personal, que aunque no es la finalidad principal, porque el fin último es Dios; sin embargo, al ser fieles a Dios, de paso, nos encontramos con una revelación y fidelidad del propio ser.

Se entiende, entonces, que la fidelidad genere la lealtad y la felicidad, porque su entraña es el amor. Por ello la fidelidad otorga una alegría muy honda y serena, porque moviliza y desarrolla todas nuestras facultades, especialmente el querer de la voluntad.

Pero la fidelidad y la lealtad no se reducen al cumplimiento de tareas, etc. Así nos lo recuerda Tomás Trigo10, advirtiendo que el acto externo de dar a una persona lo suyo, sin el acto interno de amor a esa persona, es sólo el cadáver de la virtud. Se puede cumplir “materialmente” con la justicia, se da lo justo, pero no basta con eso para ser virtuoso: es preciso que el acto interior sea un acto de justicia con la otra persona. Y lo justo en las relaciones con los demás, lo que merecen en justicia por ser personas, es ser tratadas con amor de amistad.

En esa misma línea, ejercitar la virtud de la lealtad y de la justicia implica facilidad, prontitud, firmeza y alegría. Ya el mismo Aristóteles advertía que «no es justo el que no se alegra de las operaciones justas»11. El que las realiza “porque no queda más remedio” cumple sí con el objeto material de la justicia, pero no “vive” la virtud de la justicia. Esto es así, porque si se desliga el acto exterior del interior, no se entiende que el cometer injusticia sea peor que padecerla. «El cometer una injusticia sobre mi persona le reporta más perjuicio al responsable del acto que a mí mismo, a pesar de ser su víctima»12.

La fidelidad nos perfecciona interiormente, ya que reclama el concurso de muchas facultades humanas, de manera que uno no hace las cosas bien por el simple hecho de hacerlas, sino porque tienen razón de amor. Por esto la fidelidad es alegre porque uno no es fiel porque “no le quede más remedio”. Si lo hiciere así estaría faltando el amor, y la fidelidad se reduciría al cumplimiento, hacer las cosas por el deber mismo.

En cambio, el camino de la felicidad es de alegría porque la fidelidad es por amor. Es lo que queda plasmado en la maravillosa parábola del Hijo pródigo, el que se va “lejos” de su padre, de su casa, despilfarra sus bienes y su vida; pero al final regresa y su padre lo acoge con gran alegría, hace una fiesta. En cambio, es significativo el que su hermano no se alegre, a pesar de que él siempre ha estado con su padre, quizá le falta alegría porque le falta amor, y por tanto no puede tomar parte de la fiesta del amor. La felicidad que da la fidelidad es tan profunda que nada ni nadie puede arrebatarla porque es la consecuencia del amor.

Como la mayoría de ustedes son universitarias, les podría hacer una sencilla regla de tres: la felicidad es amor; el amor es fidelidad, por tanto, la felicidad es fidelidad.

1 ORLANDIS, José, “Monseñor Álvaro del Portillo (1914-1994)” en Anuario de la Historia de la Iglesia (AHIg), 4; Universidad de Navarra, 1995, p. 20.
2 Alvaro del Portillo, un hombre fiel, Rialp, Madrid, 2013, p. 262.
3 VÁSQUEZ DE PRADA, Valentín, “Don Álvaro del Portillo historiador”, en AHIg 4 (1995), p. 28.
4 ORLANDIS, José, art. Cit., pp. 24-25.
5 Mons. Javier Echevarría, Carta pastoral, marzo del 2014. Esto se encuentra más desarrollado en su libro “Fieels y laicos en la Iglesia”, EUNSA, 1989.
6 “Entrevista a Mons. Álvaro del Portillo”, en Revista Ius Canonicum, XI, n. 21 (1971), pp. 68-93.
7 S.Th. II-II, q. 58, a. 1c.
8 R. GARCÍA DE HARO, La vida cristiana, EUNSA, Pamplona 1992, p. 628.
9 DEL PORTILLO, Álvaro, “El camino del Opus Dei. Entrevista con el Presidente General del Opus Dei”, en Scripta Theologica, 13 (1981 / 2-3), p. 31 (383).
10 TRIGO, Tomás. Curso sobre las virtudes.
11 ARISTÓTELES, Etica a Nicómaco, 1099a 18. Citado en S.Th., q. 58, a. 9, ad 1.
12 PLATÓN, Gorgias, 508.

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