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  • La Virgen del Carmen: una devoción y una iglesia centenaria

¡Oh Virgen del Carmen, María Santísima! Vos sois la criatura más noble, la más sublime, la más pura, la más bella y más santa de todas… Así inicia una de las oraciones a la Virgen del Monte Carmelo o del Carmen a quien veneramos desde hace varios siglos y de quien celebraremos su fiesta el […]

Por Ruth Rosas. 18 julio, 2014.

¡Oh Virgen del Carmen, María Santísima! Vos sois la criatura más noble, la más sublime, la más pura, la más bella y más santa de todas… Así inicia una de las oraciones a la Virgen del Monte Carmelo o del Carmen a quien veneramos desde hace varios siglos y de quien celebraremos su fiesta el próximo 16 de julio. Tras casi tres siglos de fundada la iglesia ubicada en la calle Tacna, los piuranos mantenemos esta devoción que renueva creencias y tradiciones más comunes.

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En nuestra tierra piurana esta devoción se vio reforzada, en 1736, cuando el Maestre de Campo Francisco Miguel de la Peña Montenegro fundó la Iglesia de Nuestra Señora del Carmen, según lo narra “a expensas de mi propio caudal y con la ayuda de algunas limosnas que he solicitado y me han contribuido los devotos a esfuerzos de mis diligencias mediante las quales he logrado ponerla con los ornatos y decencias en que hoy se halla”.

El terreno -expropiado por el Cabildo piurano- donde se erigió la primera construcción de la Iglesia del Carmen perteneció al indio ayabaquino Francisco Campos Neyra, quien siguió litigio contra esta institución que finalmente logró su cometido.

Las dos casas contiguas a la Iglesia fueron construidas por el General Vitorino Montero del Águila, Corregidor de Piura desde 1732, y arrendadas hasta 1744, año en que su hermano Nicolás Montero, cura y Vicario de Piura, se las vendió a Francisco de la Peña Montenegro en 1300 pesos, “siempre con el fin de que quedasen para Nuestra Madre y Señora del Carmen”.

El desarrollo de la iglesia
A partir de ese momento Francisco de la Peña, comerciante piurano importante en el circuito económico norperuano-surquiteño, se empeñó en expandir el perímetro de la Iglesia y adornarla con preciosas imágenes de la Virgen, san José, Señor Cautivo, entre otras, que festejó en su debida ocasión. Para lograrlo, mejoró dichas casas y estableció en su testamento, en 1776, que tras su muerte la casa en la que habitaba quedara para su esposa Tomasa de Castilla y Tóbar hasta sus últimos días, en que finalmente pasaría a pertenecer a la Iglesia del Carmen, mientras que la otra casa quedaría en posesión de la Iglesia desde 1780, en que murió Francisco, y podía ser arrendada o vendida utilizando el usufructo en reparar la Iglesia y mantener su culto.

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Pero eso no fue todo. Su devoción a la Virgen era tal que lo llevó primero, a comprar una “casita más pequeña que está dentro de la misma Plaza del Carmen y contigua al cementerio” y nuevamente, con el apoyo de Vitorino Montero la fabricó con la finalidad de que, tras su muerte, fuese de la Iglesia; segundo, a adquirir otra “casita que esta detrás de la antecedente, y donde tengo una cochera… [que] compré a los herederos de Rosa Prieto para que fuese de nuestra Madre y Señora del Carmen… [y] se convierta en beneficio de dha. Imagen y de su templo”; y tercero, a recibir del Cabildo piurano “todo el solar que está al respaldo de la dha. Iglesia de Nª Sª del Carmen que coge desde la casa de Pedro Benites hasta la esquina… como así mismo un pedaso del solar que está en medio de la Casa de Francisco Fuentes y de Narciso de Sandoval”, todo lo que pasaría a pertenecer a la Iglesia tras su muerte.

Para adornar la iglesia encargó a Panamá preciosas túnicas como la del Señor Cautivo, impuso dinero en casas valiosas como la del capitán Manuel Pelayo Gonzales en la que cargó 500 pesos de censo principal para celebrar la fiesta de la Santísima Trinidad, recibió donaciones de amigos moribundos como Santiago Villela que invirtió en “culto y decencia de la Imagen de Sn Josef” y estableció generosamente en su testamento que la deuda de 7000 pesos que le tenían conjuntamente Martín Donogaray y Cornelio Correa beneficiara a la Iglesia del Carmen y a su respectiva cofradía.

Como fundador de la Iglesia desempeñó el Patronato y nombró como sucesora del cargo a su esposa Tomasa para lo cual inició las diligencias necesarias ante el Obispo Baltasar Jaime Martínez Compañón quien accedió a dicha petición. La labor de la nueva Patrona se centró en “cuidar el culto de la referida Iglesia administrando sus rentas, fincas y limosnas”, arraigando en los piuranos la devoción por la Virgen del Carmen que celebraban cada año con mayor boato.

La Iglesia del Carmen, entonces, estaba repleta de imágenes: “en el retablo central presidía la imagen de Nuestra Señora, en los nichos laterales, san Antonio, san Miguel Arcángel, san Cayetano y santa Teresa, en los demás retablos estaban san Joaquín, san Pedro, la Virgen Dolorosa, san Juan, la Virgen de Loreto y Nuestra Señora de la Concepción”.

Fuerte devoción
Durante las primeras décadas del siglo XIX se incrementó la devoción a la Virgen del Carmen provocando que los piuranos usaran medallitas con su imagen y escapularios, encargaran misas en su honor, compraran cuadros con la efigie de “María Santísima del Carmen… que colgaban en sus habitaciones para encomendarse a ella diariamente o cada vez que tuvieran algún problema o enfermedad”, asistieran a su fiesta, y, por supuesto, su última voluntad era que fueran enterrados en su Iglesia con hábito y cuerda de la Virgen, como lo pidió Francisco de la Peña.

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Cientos de fieles se congregaban para su novenario, misa y fiesta organizada por los Mayordomos de la Cofradía de Nuestra Señora del Carmen. “El primer día, una banda de músicos interpretaba escogidas piezas que alternaban con el repique de campanas. Por la noche se entonaba el Himno en honor a la Santísima Trinidad; los diablicos, danzando al compás de la banda, comunicaban la alegría a los feligreses. Durante los nueve días siguientes, se acostumbraba oficiar misa en la Iglesia del Carmen. La novena concluía con vistosos fuegos pirotécnicos. La presentación de una pieza de teatro, la intervención de un grupo de coristas y la interpretación de la banda de músicos animaban la celebración. La pelea de gallos y la corrida de caballos completaban la fiesta” que hoy, en el tercer milenio, se sigue celebrando pero sin la fastuosidad y barroquismo de aquellos tiempos. En estos días, además de la novena, misa y procesión perdura la participación de la danza de los diablicos que vistosamente fuera pintada por el acuarelista del Obispo de Trujillo Martínez Compañón.

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