Eran principios de 1939 y el agitado Viejo Continente se preparaba para lanzarse a la mayor matanza de la historia de la Humanidad. Mientras tanto, en América y en la tranquilidad de Hollywood, habrían de estrenarse aquel año algunas de las películas más recordadas de la historia. Títulos únicos en su género como “Lo que […]

Por Manuel Prendes Guardiola. 26 mayo, 2014.

Eran principios de 1939 y el agitado Viejo Continente se preparaba para lanzarse a la mayor matanza de la historia de la Humanidad. Mientras tanto, en América y en la tranquilidad de Hollywood, habrían de estrenarse aquel año algunas de las películas más recordadas de la historia. Títulos únicos en su género como “Lo que el viento se llevó” o “El mago de Oz”, pero quizá sin la trascendencia de un “western” menos espectacular pero inesperadamente perfecto: “La diligencia”.

Esta película supuso la primera colaboración profunda entre dos Johns: Ford y Wayne. El primero era un director veterano y cada vez más reconocido, que desde la época del cine mudo se sentía a sus anchas rodando películas del Oeste. “La diligencia” iba a ser la primera sonora que realizara, e impuso como su protagonista a John Wayne pese a la inicial resistencia de la productora, que proponía al reconocido galán Gary Cooper antes que aquel joven semidesconocido a quien Ford había ayudado a dar sus primeros pasos como actor. Daba inicio así la consagración de John Wayne como estrella de cine: el movimiento con que la cámara lo hace aparecer en “La diligencia” no solo presenta al héroe de una historia, sino la irrupción en la Historia del cine de un nuevo ícono que durante décadas encarnó -para los espectadores- virtudes como el coraje, la honestidad, la fraternidad o el patriotismo.

“La diligencia” tuvo la originalidad de introducir en una película de acción y aventuras el factor psicológico. En torno al vehículo que da título al filme se extienden llanuras desérticas, puro horizonte apenas quebrado por los soberbios peñascos del Monument Valley. Dentro de su reducido espacio, se apiñan incómodos -no solo físicamente- un puñado de viajeros de condiciones muy dispares, casi una sociedad completa: están por un lado los representantes del orden y la respetabilidad social (el comisario Curly, la altiva señora Mallory y el antipático banquero Gatewood); por otro, los despreciados y expulsados: Dallas, la joven de vida alegre; Doc Boone, el médico borrachín; Hatfield, elegante jugador de turbio pasado. A poco de emprender la marcha se les une Ringo Kid, pistolero evadido de la cárcel. Todos ellos tienen sus propias razones para emprender el peligroso viaje entre Tonto (sic) y Lordsburg, a cada paso del cual se anuncia con mayor intensidad la latente amenaza de los guerreros apaches. Esta, sin embargo, no basta para disuadir a los viajeros: unos por lo que desean ganar (riqueza o amor, venganza o redención), y otros porque no tienen nada que perder.

De este modo, a lo largo de la mayor parte de la historia no hay más violencia ni enfrentamiento que los que entablan los diálogos y las miradas de los personajes (expresivos primeros planos, que nos recuerdan las actuaciones de las aún cercanas películas silentes), hasta llegar al trepidante clímax del asalto a la diligencia. Arribados a su destino los viajeros, descubrimos el efecto transformador del viaje sobre ellos, aunque será necesario un breve epílogo en el que Ringo ajuste cuentas con su pasado y, de paso, ponga a prueba el amor de Dallas y la amistad de Curly, dividido entre el aprecio que siente por el pistolero y su deber de devolverlo a prisión. Como suele ocurrir en el cine de Ford y el “western” más clásico, acaban por triunfar los individuos marginales y la iniciativa individual: los problemas privados se resuelven privadamente, y la solidaridad personal queda por encima de unas leyes escritas que, en la sociedad semicivilizada de la frontera, son más que un estorbo que una ayuda.

La película termina aquí, pero mucho continúa desde ella. “La diligencia” significó la revelación del “western” como un género de calidad artística, en lugar de mera exhibición de tiroteos entre indios y vaqueros para el consumo y olvido inmediatos. Al mismo John Ford le quedaba una larga carrera por delante en la que rodó más “westerns”, muchos del nuevo John Wayne y no pocos, otra vez, en Monument Valley, y más obras maestras. A menudo serían ambas cosas a la vez (“Más corazón que odio” o “Un tiro en la noche”), aunque de los cuatro premios “Oscar” que obtuvo al mejor director (record aún no superado), curiosamente, ninguno le fuera concedido por un filme del Oeste. El género no volvería a ser el mismo; siempre que ha vuelto a banalizarse, nunca han faltado un Howard Hawks, un Sergio Leone, un Clint Eastwood que, con su estilo personal pero siguiendo los pasos de Ford, le han devuelto valor universal a esas historias en apariencia tan locales y tan antiguas.

 

FICHA TÉCNICAStagecoach (La diligencia)

Año: 1939

Director: John Ford

Guion: Ben Hecht, Dudley Nichols

Intérpretes: John Wayne, Claire Trevor, John Carradine, Thomas Mitchell

96 minutos

Comparte: