Imaginen el siguiente panorama: un país inmerso en un “milagro económico”, donde el producto interior bruto crece a un ritmo vertiginoso  La moneda local multiplica su valor con respecto al dólar. El gobierno decide aumentar el consumo doméstico bajando los intereses. Los bancos ofrecen dinero con facilidad. Un enorme porcentaje de los trabajadores se dedican […]

Por Ana Lavilla. 06 agosto, 2015.

Imaginen el siguiente panorama: un país inmerso en un “milagro económico”, donde el producto interior bruto crece a un ritmo vertiginoso  La moneda local multiplica su valor con respecto al dólar. El gobierno decide aumentar el consumo doméstico bajando los intereses. Los bancos ofrecen dinero con facilidad. Un enorme porcentaje de los trabajadores se dedican a la construcción. Todo tipo de arquitecturas encuentran su cliente. Cuanto más monumental y llamativo es el edificio, más dinero parece ofrecer el banco. Inmuebles e infraestructuras fluctúan en función de necesidades e intereses mercantiles, sin ningún plan definido. El innegable desarrollo económico se ampara en una construcción masiva en la que, en muchos casos, la premura sustituye a la calidad.¿Les suena? Pudiera ser perfectamente el retrato del Perú dentro de unos pocos años; sin embargo, describe a la España de hace apenas una década. Un modelo que ha demostrado su fracaso pero que ha sido importado a nuestro país, junto con todos sus errores y consecuencias.

Y las consecuencias son el estallido de la burbuja inmobiliaria y la atroz crisis económica. El precio del suelo se eleva tantoque, finalmente, termina por caer. Y con el suelo cayendo todo se desploma: economía, arquitectura y hasta el orden social. El desempleo se dispara. Numerosos arquitectos empiezan a salir a trabajar al extranjero, llevando consigo este caduco modelo de desarrollo e intentando aprovecharse de países en los que aún no se ha producido el inminente colapso. Porque, no nos engañemos, muchos arquitectos no han sido víctimas del sistema sino agentes activos en la construcción de la burbuja, beneficiándosedelainocencia de sus clientes para levantar auténticos monumentos a sus personas, y sin tener en cuenta las consecuencias económicas, urbanísticas o paisajísticas que sus “huellas arquitectónicas”tendrían sobre las ciudades y los ciudadanos.

Aún estamos a tiempo de impedir esta debacle. El futuro de la arquitectura pasa por la integración en el paisaje, la búsqueda de materiales adecuados para el entorno y el desarrollo de métodos de trabajo más eficaces. Pero, ante todo, por la educación de arquitectos locales tan valientes como para primar la construcción de edificios útiles y austeros por encima de la transcendencia de sus propios nombres.

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