¿Qué lugar le corresponde a la Persona y cuál al Estado, para reconocer la existencia de un orden justo en una comunidad política?

Por Luis Castillo Córdova. 26 febrero, 2016.

Por Luis Castillo Córdova
Decano Facultad de Derecho
Universidad de Piura

Cuando cada realidad ocupa el lugar que le corresponde, podemos reconocer la existencia de un orden. ¿Qué lugar le corresponde a la Persona y cuál al Estado, para reconocer la existencia de un orden justo en una comunidad política? Hoy, por lo menos desde un plano intelectual y normativo, existe el convencimiento de que la Persona tiene la posición de fin; y los poderes públicos, la de medio.

La Persona tiene posición de fin por ser lo que es; esto le acarrea un valor absoluto que dibuja su dignidad. Consecuentemente, no es posible defender la dignidad humana al margen de la naturaleza humana. Quien haya renunciado a pensar a la Persona en clave de esencia o naturaleza, no podrá ni defenderla ni hacer realidad su valor. Que el Estado, más precisamente los poderes públicos, tengan la condición de medio significa que la legitimidad de su existencia y la de su actuación depende de que realmente se convierta en un instrumento al servicio de la Persona; pero ¿qué significa esto?

Uno de los elementos de la naturaleza humana es su carácter esencialmente inacabado. Somos una realidad imperfecta. Aristóteles afirmaba que bien es aquello que perfecciona al ser; lo que permite sostener que el ser humano se perfeccionará a través del goce de bienes humanos, que son esenciales porque están directa y fuertemente vinculados a la esencia humana. Si definimos los derechos humanos como el conjunto de bienes humanos esenciales debidos a la Persona, por ser lo que es y cuyo goce le supondrá alcanzar grados de realización, podremos concluir que servir a la Persona significará promover las circunstancias para que pueda ser real y efectiva la plena vigencia de sus derechos.

Una actuación en contra de los derechos humanos será siempre políticamente ilegítima, jurídicamente injusta y moralmente reprochable, porque negará la razón de ser del Estado, vaciará de contenido la posición de la Persona y liquidará el orden natural para reconocer a un sistema jurídico o político como justo.

La situación más intensamente intolerable desde todos los puntos de vista (el moral, el jurídico y el político) ocurre cuando el Estado agrede derechos humanos. En consecuencia, resultan manifiestamente perniciosos unos poderes públicos que permiten y promueven la muerte de la vida no nacida, la longeva o de la económicamente improductiva. La cultura de la muerte, justificada en una supuesta defensa de la libertad y de la pluralidad, nos convertirá indefectiblemente en veletas sometidas a vientos progresistas generados por ideologías cada vez menos humanas y humanitarias.

 

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