14

Feb

2017

Suponer que el amor muere implicaría tratarlo como algo externo, yuxtapuesto a los propios cónyuges, como algo que les sucede y que así como viene puede marcharse.

Por Paul Corcuera García. 14 febrero, 2017.

Amor para siempre

Hace poco volvía a mirar algunas fotos de antiguas familias. En algunas de ellas aparecían matrimonios que evidenciaban una gran felicidad, pero que ahora –transcurridos unos cuantos años– están disueltos. Esto me llevó reflexionar sobre cuál es ese momento (si en verdad es uno solo) en el que la relación acaba; qué hace que un par de novios que se comprometen enamorados diciendo “no puedo vivir sin ti”, pasen a una situación en la cual se planteen “no puedo vivir contigo”.

En esa línea, me han preguntado muchas veces, especialmente en los seminarios que dirigimos a esposos, si es cierto que el amor entre cónyuges acaba, que si así como tuvo un inicio, inexorablemente le llegará un final, como si pasara por un ciclo de vida, similar al de los productos y servicios, hablando en términos empresariales.

Esta marcada preocupación racional, qué duda cabe, es reforzada con la experiencia ordinaria, y muy cercana a todos, de ver que muchos matrimonios terminan al pasar el tiempo y suelen esgrimir como razón de fondo que el amor ha muerto, que ya no ‘sienten’ lo mismo y que si no sienten amor por el otro para qué seguir juntos, etc.

Ese argumento de que “el amor se acabó” puede parecer válido, pero es constitutivamente falso, como explicaré en este artículo. Suponer que el amor muere implicaría tratarlo como algo externo, yuxtapuesto a los propios cónyuges, como algo que les sucede y que así como viene puede marcharse. Es decir, bajo esta concepción se entiende el amor como algo que les pasa a él y a ella, pero que no necesariamente los compromete, como si se tratase de un par de agentes pasivos, de dos víctimas del amor, que acaban sometiéndose a él.

Nos damos cuenta entonces de que si entendemos que el amor es algo externo a nosotros, podría tener sentido la expresión el ‘amor muere’; sin embargo, el amor humano no puede entenderse así. El amor entre las personas (el conyugal, para ser más precisos) somos nosotros mismos, en nuestras dinámicas más profundas, más internas, pues amamos como somos. Es más, el amor no es más que un reflejo de cómo somos; pues manifestamos nuestro ser a través de nuestro amor. Por tanto, no es cierto que el amor muera per se, sino que somos nosotros los que lo dejamos morir. Somos agentes muy activos en este proceso de desintegración, que nos compromete de manera muy especial.

En la mayoría de los casos, una situación de ruptura no llega inesperadamente, de un momento a otro, sino que es fruto de un proceso lento en el que se ha ido descuidando aspectos y este descuido va dificultando la convivencia conyugal. Por ejemplo: falta de detalles de cariño con el esposo (a), hay discusiones continuas por todo y por nada que suplen las risas y la capacidad de edificar sueños en común, se descuida el horario de regreso a casa (generalmente por parte del varón a propósito del trabajo), innumerables reuniones sociales a las que asiste cada cónyuge por separado, miradas que se escapan fuera de control, establecer lazos de estrecha amistad con personas de otro sexo a quienes confiamos nuestros problemas/penas y dudas, bajos niveles de comunicación y despreocupación real por la mejora del otro, etc.

No seamos tontos. Si algo es valioso para nosotros (y el amor a nuestro cónyuge debe serlo) conviene luchar por ello, poniendo los medios a nuestro alcance. Hagamos el propósito de poner los medios para enamorarnos permanentemente –– y cada día más –– de nuestro cónyuge. Chesterton nos lo recuerda de una manera magistral: “Dichoso el que casa con la mujer que ama, pero es más dichoso aquel que ama a la mujer con la que se ha casado”; y créanme, esto es posible.

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