13

Feb

2018

Los esposos: aliados y no enemigos

Aceptarnos entre esposos nuestras limitaciones, con sentido del humor y afabilidad, no significa conformismo, ni resignación amarga, sino sabia ternura e inteligente amor.

Por Gloria Huarcaya. 13 febrero, 2018.

La visita del papa Francisco al Perú ha dejado entre los creyentes una estela de esperanza, especialmente entre aquellos que intentamos construir familias unidas. A propósito de su mensaje, vale la pena reflexionar sobre algunos puntos de la maravillosa exhortación apostólica Amoris Laetitia o la “Alegría del Amor”.

“Cuando la mirada hacia el cónyuge es constantemente crítica, eso indica que no se ha asumido el matrimonio como un proyecto de construir juntos, con paciencia, comprensión, tolerancia y generosidad. Esto lleva a que el amor sea sustituido poco a poco por una mirada inquisidora e implacable, por el control de los méritos y derechos de cada uno, por los reclamos, la competencia y la autodefensa” (La alegría de amar, n. 218)

Lo extraordinario del ser esposos es que ambos componen una intimidad, capaz de construir la misma cercanía, como cada uno tiene con su propia alma y cuerpo de hombre y de mujer.

Esa unión, si nos ayudamos, nos hace ser íntimos cómplices, tenernos confianza leal, compañía de alma y cuerpo frente a toda soledad. Fuerza para, hombro con hombro, navegar lo que el mar de la vida nos traiga. La calidad de la unión es la fuerza de los esposos.

Claro que la convivencia cotidiana entre esposos, dado que es íntima, nos tiene al desnudo y desvela hasta nuestros más inimaginables defectos. Entre nosotros es ridículo andar con máscaras y disfraces. Nos descubrimos lo obvio: que nadie es perfecto. ¿Y eso que importa, cuando amas? Pero puede sorprender a quienes pecan de ingenuos o irreales. Suponen, idílica e ilusoriamente, que para amarse hay que ser perfectos. El amor conyugal es real: nos hace aterrizar y madurar. Nos acogemos tal cual somos.

El amarnos “realmente” –y mucho–  no depende de nuestra perfección. Nunca lograríamos querernos si eso exigiera de ser perfectos. Amar, en cambio, sí depende de nuestra honrada voluntad de darnos y acogernos de la mejor forma que somos capaces y, además, lo vamos mejorando juntos.

¿Cómo y dónde? Amar se aprende amándonos. Estando atentos uno al otro en los eventos del cada día, guardando un espacio y tiempo para nosotros, aprendiendo juntos el arte de cosechar más unión en los tan diferentes e inesperados eventos –los buenos y los malos– que trae la convivencia corriente y cotidiana. Los distanciamientos vienen cuando se descuida y se pierde esa disposición afectiva del don y la acogida recíproca y conjunta, con aquel calor, ternuras y atención que sí sabemos tener con nosotros mismos.

Claro que tenemos defectos, descuidos, cosas que molestan. Entonces el amor tiene que salir al rescate del desgaste, de la tentación de criticar, del mostrar siempre desilusión y resentimiento, tratando a nuestro cónyuge como si fuera un apestado y un enemigo. El resultado de estos errores es convertir el hogar en un campo de batalla o en desierto vacío. Y en esa escena hostil, todos perdemos. ¿El qué? El disfrutar de un espacio de intimidad, de confianza y de compañía entre nosotros.

Solo el querer al otro como a uno mismo, incluso de preferirle, puede actuar como poderoso disolvente del argumento soberbio y terco: “Yo tengo la razón, tú lo haces mal, yo aporto más, yo soporto más, yo merezco mejor trato, tú me decepcionas siempre, eres un desastre…”. Aceptarnos entre esposos nuestras limitaciones, con sentido del humor y afabilidad, no significa conformismo, ni resignación amarga, sino sabia ternura e inteligente amor, que nos trae entonces fuertes motivaciones para mejorar y crecer de manera compartida.

Habrá solo desánimo, y no esperanza, si mi esposo o esposa me tiene “en el punto de mira”, como un francotirador enemigo, para evidenciar mis defectos y desanimarme. Todo lo contrario, en él o en ella debo encontrar la mano sincera, comprensiva y tierna que me levanta y me anima, como mi más íntimo cómplice. Entonces, nos confiamos el uno al otro y, pese a nuestras limitaciones y defectos, nos sentimos cada vez más unidos.

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