08

Feb

2021

Artículo de opinión

El patrimonio que heredamos

La celebración del Bicentenario de la Independencia nacional es un momento propicio para reflexionar sobre aquellos aspectos que, debido a sus particularidades, se quedan en el cajón de las “cosas importantes, pero no urgentes”.

Por Victor Velezmoro. 08 febrero, 2021.

Foto: Archivo UDEP.

Aunque puede parecer solo un juego de palabras, en realidad, son temas que apuntan a lo profundo porque implican hablar de historia, identidad y memoria colectiva.

La cultura, o más concretamente el patrimonio cultural, es uno de esos aspectos. En la última década –a raíz de la elección de Machu Picchu como una de las Siete Nuevas Maravillas del Mundo Moderno– el Perú, a nivel mundial, se ha posicionado como un destino turístico eminentemente cultural. Esto quiere decir que los visitantes (nacionales o extranjeros) no solo desean conocer los principales sitios arqueológicos del país sino también disfrutar de su gastronomía, de sus danzas y costumbres y de su gente.

A lo dicho, se agrega el cada vez más creciente número de youtubers nacionales que estrenan semanalmente videos cuyos contenidos giran en torno a temas culturales: visitas a lugares conocidos o no, preparación y degustación de platos típicos, participación en eventos tradicionales, generación de videos de conversación, en clave de comedia por lo general, donde recrean y explotan las costumbres de los peruanos modernos, compartiendo los modos de hablar y de expresarse.

El patrimonio cultural es una herencia, un legado recibido de tiempos anteriores, que se manifiesta de múltiples maneras (el patrimonio material e inmaterial abarca los monumentos y objetos, así como las lenguas, tradiciones, costumbres y conocimientos respectivamente). Visto así, se entiende que sea una pieza clave en la conformación de la identidad peruana por el carácter simbólico que dichos bienes ostentan. Esa afirmación cobra pleno sentido en el discurso sobre la nación peruana: la identidad se entiende como aquellos valores esenciales que han configurado el espíritu nacional.

Frente a esta afirmación, en los últimos años ha surgido otra visión –muy criticada en sectores tradicionales y/o esencialistas– que valora el patrimonio en cuanto recurso con gran con potencial, creativo y económico, en gran medida orientado hacia el turismo, pero también hacia el consumo.

La historia nacional ha sido testigo de la lenta aproximación de la ciudadanía al reconocimiento y apropiación de su patrimonio. Durante el siglo XIX, la influencia de los gustos extranjerizantes y la marcada discriminación impidieron valorar el aporte de las tradiciones culturales provenientes del Ande, aun cuando se conviviera con ellas. El reconocimiento llegó a inicios del siglo XX, gracias a los esfuerzos de los primeros investigadores sociales (arqueólogos, antropólogos, lingüistas) que rescataron las evidencias de antiguas sociedades y revaloraron los aportes culturales hechos por “los otros” a la identidad.

Los años siguientes, a través de distintos mecanismos –algunos fomentados desde el Gobierno– manifestaciones culturales, como la música y las danzas y tradiciones, así como los vestigios monumentales y artísticos del pasado fueron incorporados a la memoria colectiva de lo peruano: el criollismo, el indigenismo, las procesiones, las fiestas, los carnavales, las coloridas danzas, así como el rescate de sitios arqueológicos y la creación de los primeros museos fueron las evidencias de un Perú que aceptaba como propia las herencias andina y afroperuana.

Sin embargo, el proceso no había concluido. Al reconocimiento del patrimonio como manifestación cultural siguió otro más profundo, y por lo mismo conflictivo: la aceptación del patrimonio en cuanto modos de vivir y de ser. Esto suponía aceptar la cotidianidad de la cultura, con toda su carga de diferencia, diversidad y originalidad. Porque la herencia recibida no solo está constituida por lo que se ha hecho (los bienes) sino, principalmente, por las prácticas vividas y transmitidas de generación en generación (los saberes). El reconocimiento de tales saberes (lengua, tradición, literatura, conocimiento, costumbres) implica un universo de formas de ver y comprender el mundo muy distintas entre sí, pero todas enriquecedoras.

El camino hacia el tricentenario debe enmarcarse en esta perspectiva: la de un país que reconoce en su diversidad cultural su principal riqueza y, por ello, quiere preservar, fomentar, expandir y compartir su patrimonio como legado para la posterioridad.

Este es un artículo de opinión. Las ideas y opiniones expresadas aquí son de responsabilidad del autor.

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