Al momento de escribir este artículo, el 3 de julio, en el Perú hemos superado con creces los 295 000 casos; han fallecido más de 10 200 personas; hay más de 11 100 hospitalizados (más de 1200 con ventilación mecánica); se han realizado casi 1 740 969 pruebas y más de 185 800 pacientes con COVID- 19 han sido dados de alta. Nos encontramos en una situación de colapso del sistema de salud y la media de nuevos casos diaria es mayor a 5,000. Estuvimos confinados desde el 16 de marzo al 30 de junio, lo que nos lleva a plantearnos si no se pudo manejar mejor esta crisis.

Desde hace mucho tiempo, vemos deteriorarse nuestro sistema público de salud. Hemos sido testigos de escenas dramáticas con pacientes mal atendidos o rechazados en algunos lugares de nuestro país, aunque, según datos del Minsa, se cuenta con 1354 camas UCI. Sin embargo, esas camas no necesariamente están donde hacen falta. Por otro lado, en octubre del 2019 faltaban al menos 16 000 médicos especialistas en el país.

Además, la inversión en salud es solo el 3,2% del PBI y la ejecución del presupuesto queda a veces truncada, bien sea por la corrupción existente o por incapacidad en el manejo eficiente del gasto. Desde luego, nuestro fragmentado sistema público de salud, con sedes a cargo del Ministerio de Salud, otras del Seguro Social y de los gobiernos regionales y, por último, otras de las Fuerzas Armadas y la Policía, no facilita en absoluto la coordinación ante una pandemia global.

En este contexto de catástrofe, el afán por resolver el “problema” podría llevarnos a actuar contra los criterios éticos. Por eso, conviene recordar que no se justifica la selección de pacientes por el orden de llegada ni por motivos de edad, discapacidad o por criterios de la llamada “utilidad social”. El sistema sanitario público debe estar accesible a todos, porque todos tienen la misma dignidad. Cuando la situación es dramática, como la actual, los médicos se pueden ver obligados a elegir solamente a algunos pacientes para el tratamiento, tomando en cuenta criterios clínicos de diagnóstico y pronóstico, que incluye la posibilidad de supervivencia y previsión de menores secuelas. Esto es una acción de doble efecto, que podría haberse evitado si se hubiera contado con los medios necesarios para enfrentar la pandemia.

Por último, se debe procurar que el enfermo no enfrente en soledad su estadía en la UCI, ni el posible desenlace, y que pueda recibir atención espiritual y acompañamiento familiar, que constituyen un derecho humano.