De Azorín, en su sesquicentenario (y algo más sobre Castilla)
Por Manuel Prendes Guardiola, publicado el 24 de enero de 2023Resiste tenazmente al olvido José Martínez Ruiz (1873-1967), escritor español recordado por el atildado seudónimo de Azorín. Rompió moldes como joven periodista y narrador en el paso del siglo XIX al XX, y durante su larga madurez supo reinventarse, como hoy se dice, para ganar la atención y el respeto de las sucesivas generaciones de escritores de la llamada «Edad de Plata» de la cultura española (el medio siglo que antecedió a la devastadora guerra civil de 1936), y aún más allá de esta. Por no marcharnos muy lejos, llamaré la atención sobre su influencia en los Paisajes peruanos de José de la Riva Agüero, o la predilección que por él ha manifestado siempre Mario Vargas Llosa. La literatura en nuestro idioma encuentra en Azorín un original precursor de innovaciones de la narrativa universal del siglo XX: ensaya la pura introspección y la rigurosa objetividad, percibe el tiempo como un problema existencial y de la percepción, concede protagonismo a objetos a cuyo conjuro despierta la memoria, o reinterpreta y moderniza los clásicos de la literatura.
Fue un maestro asimismo de la literatura de viajes, lo cual se percibe, así como bastante de lo que acabo de enumerar, en las páginas de Castilla (1912), uno de sus más famosos libros. Lo componen varios capítulos de difícil clasificación: ¿son artículos, son crónicas, son descripciones, son cuentos? Lo que los amalgama, podríamos considerar que es la poesía. La contenida emoción, el sereno ritmo del lenguaje se acaban imponiendo a los pasajes más eruditos o descriptivos, como ya comprobamos en la siguiente expansión del capítulo inicial, «Los ferrocarriles»: «Sí; tienen una profunda poesía los caminos de hierro. Las tienen las anchas, inmensas estaciones de las grandes urbes, con su ir y venir incesante—vaivén eterno de la vida—de multitud de trenes; los silbatos agudos de las locomotoras que repercuten bajo las vastas bóvedas de cristales; el barbotar clamoroso del vapor en las calderas; el zurrir estridente de las carretillas; el tráfago de la muchedumbre; el llegar raudo, impetuoso, de los veloces expresos; el formar pausado de los largos y brillantes vagones de los trenes de lujo que han de partir un momento después; el adiós de una despedida inquebrantable, que no sabemos qué misterio doloroso ha de llevar en sí; el alejarse de un tren hacia las campiñas lejanas y calladas, hacia los mares azules…».
Castilla presenta espacios al lector: paisajes y poblaciones, viviendas y estancias. Donde no llega su mirada atenta y detallista –por algo Azorín acabó siendo un apasionado del cine–, alcanzan la memoria y el saber que atesoran los libros. Los lugares y los objetos permanecen más que las personas; unen el hoy con el ayer y a veces los confunden. Se suceden las generaciones, pero siempre descubriremos a través de una ventana, con la mano apoyada en la mejilla, un hombre pensativo y melancólico.
En una de sus páginas leemos el famoso aforismo «Vivir es ver volver», y una melancólica conciencia de eterno retorno impregna la obra entera: diversos personajes regresan a los lugares que conocieron en su juventud para vivir íntimamente la agridulce sensación del reencuentro y de la pérdida. Algunos puede que sean conocidos del lector: el Calixto de la Celestina, por gracia de la ficción salvado de la muerte y casado con Melibea, presencia cómo su hija recibe la inesperada visita de un galán; Constanza, la «ilustre fregona» cervantina, vuelve al Mesón del Sevillano para encontrar que «todo es más reducido y más mezquino de lo que ella veía con los ojos del espíritu. Nadie la conoce en la casa ni nadie la recuerda…». Fuera, esos trenes con que se abre y cierra Castilla seguirán recorriendo veloces el paisaje y llevando la mudanza a los páramos castellanos, pero entretanto, el ritmo de la vida lo seguirá marcando la secular catedral, con la morosa cadencia de sus campanadas.