El señor de Bembibre, de Enrique Gil y Carrasco

Por , publicado el 24 de noviembre de 2015

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Uno de los géneros literarios más leídos en la actualidad es el de la novela histórica, es decir, aquella que construye su ficción sobre el trasfondo de hechos documentables del pasado. Esta modalidad narrativa se popularizó a principios del siglo XIX gracias al escocés Walter Scott, posteriormente leído y emulado en todas las literaturas. La lengua española no se quedó atrás, aunque hay que reconocer que ni en América ni en España logró obras maestras: la época de sus grandes novelistas estaba aún por llegar.

Una las más apreciadas por la crítica y dignas de librarse del olvido es El señor de Bembibre, publicada en 1844. Su autor fue el español Enrique Gil y Carrasco (1815-1846), cuyo bicentenario ha transcurrido discretamente. Fue escritor costumbrista, crítico literario y diplomático; durante su misión en Alemania –donde murió– contó entre sus amigos y lectores a Alexander von Humboldt.

La trama se arma sobre los trágicos amores entre don Álvaro, señor de Bembibre, y doña Beatriz, hija del señor de Arganza. Este concierta sin embargo el matrimonio de su hija con el poderoso y ruin conde de Lemus, al que ella solo accede cuando cree muerto a don Álvaro. Cuando este reaparece, demasiado tarde, ingresa despechado en la mítica orden religiosa y militar de los Templarios, en ese momento enfrentados al poder de la monarquía y del papado. El desenlace fatal está servido…

El señor de Bembibre acumula los elementos característicos de la novela histórica romántica, empezando por la ambientación medieval. En ella cobran vida esos templos y castillos que los lectores aún podían conocer, aunque fuera tan solo por sus ruinas. Se trata de un mundo caballeresco, de altos ideales y radicales pasiones, en el que no hay lugar para preocupaciones cotidianas. Los personajes se dividen claramente en virtuosos o malvados, heroicos o traidores, desde su propia apariencia física hasta los juicios que sobre ellos emite el narrador. Álvaro y Beatriz aparecen como ejemplo de amor paciente ante el paso de los años, hasta la muerte y más allá de esta, pero incapaces de la menor indignidad para salvar los obstáculos que les interponen las circunstancias familiares o históricas: guerras, muertes (aparentes o reales), traiciones (ídem), inexorables leyes divinas o humanas…

El referente histórico de los templarios no resultará nada extraño para el lector de hoy. No obstante, en esta novela (como en el Ivanhoe de Scott) carece de la para nosotros habitual clave esotérica, y más bien sirve de trasunto de la conflictiva relación que durante el siglo XIX vivía la Iglesia con los nuevos estados liberales. Ya se sabe que el novelista histórico tiende más a hablar de la época en que vive que de la que imagina en sus libros.

En medio de las peripecias de la novela, tan amenas como turbulentas, la sensibilidad de Gil y Carrasco infunde a la novela de una bien medida carga de lirismo, presente tanto en su apreciación de la naturaleza (los bellísimos escenarios del Bierzo, comarca natal del autor) como en el retrato sentimental de los amantes. Una agridulce muestra de este último es el “diario íntimo” que, más a la manera romántica que medieval, redacta Beatriz durante su agonía.

Manuel Prendes
Universidad de Piura

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