¿Cándidos los candidatos?
Por Karent Urízar González, publicado el 6 de junio de 2012El año pasado fuimos bombardeados por nombres y rostros que postulaban al Congreso, al Parlamento Andino y a la presidencia. Recordando ese periodo, cabe preguntarse ¿qué es un candidato? Como todos sabemos, se trata de algo tan simple como una persona que busca un puesto o –como en aquel caso– el de una responsabilidad tan compleja como la de gobernar un país entero. Fueron los antiguos romanos, como casi siempre, los primeros en tener “candidatos”, quiero decir en usar la palabra: se denominaba “candidatus” a quien se presentaba como aspirante a ocupar uno de los muchos cargos públicos, por la razón de que, en el momento de postularse, cambiaban las túnicas que vestían de manera habitual por una de color blanco, la “candida”. Estos “candidati” vestían de blanco para manifestar abiertamente la pureza y honradez esperables en los hombres públicos. ¿Se imaginan hoy a nuestros –por orden alfabético– Castañeda, Keiko, Ollanta, Toledo, etcétera vestiditos de blanco en sus campañas, mítines y debates, como niños de primera comunión? Tal vez nos habrían convencido o no, pero bueno, se verían bien, ¿no?
De “candere”, “brillar”, han derivado también palabras como “candelabro”, “candente”, “candela”, “cándido”, “incandescente”, “incendio”… y, por supuesto, “cándido”, que ha mantenido el significado de “sinceridad, sencillez y pureza de ánimo”, aunque a veces con tono algo despectivo, o como mínimo, compasivo. Pocos consideran cándidos a los candidatos, por más que el Diccionario de la Real Academia Española (2001) registre precisamente el uso coloquial del término “candidato”, en Argentina y Uruguay como el de ‘persona cándida, que se deja engañar’. Más bien somos los electores los que, pasada la fecha de los comicios, nos preguntamos cómo hemos podido ser tan cándidos como para haber marcado eso en la cédula.
Igual que cándido y candidato, otras palabras que se prestan al juego por su parecido son “presidente” y “presidio”. No es raro en los últimos años que varios presidentes o expresidentes de diversos países hayan acabado siendo presidiarios (o expresidiarios). No debería llamarnos tanto la atención puesto que, al menos etimológicamente, “presidente” y “presidio” tienen también el mismo origen.
En efecto, la palabra latina praesidere está formada por el prefijo prae- ‘antes’, ‘delante’ y el verbo sedere ‘sentarse’, con el significado de ‘estar sentado al frente’ y también ‘estar situado al frente para proteger a los demás’, como anotaba Nebrija en su Diccionario Español Latino (1495) al ocuparse de las palabras presidir y presidente. “Praesidere” con el sentido de ‘sentarse al frente’, fue evolucionando hasta significar ‘el que se sienta al frente de una asamblea para coordinarla’, mientras que el de proteger (‘praesidium’) evolucionó hacia “presidio”. ¿Por qué? En tiempos pasados, “presidio” era la ‘guarnición de soldados que se ponía en las plazas, castillos y fortalezas para su custodia y defensa’ (DRAE, 2001), y la palabra se usó con ese significado para referirse a las guarniciones españolas en Marruecos, a menudo formadas por delincuentes condenados, razón por la que la palabra fue adquiriendo poco a poco el sentido de ‘establecimiento penitenciario’.
De modo que, al momento de depositar nuestro voto en las próximas elecciones, cándido o no, no estará mal recordar esta etimología, y dárselo a quien consideremos el mejor para ponerse al frente de toda la nación tanto para coordinarla bien como para protegerla. Tareas nada fáciles.