Derecho de piso
Por Carlos Arrizabalaga, publicado el 3 de diciembre de 2012Es sabido que Sullana fue fundada con el nombre de Santísima Trinidad de la Punta por la “actividad del celo pastoral” del obispo navarro Baltasar Martínez Compañón, en 1783, en tierras de la hacienda de los hermanos Del Castillo, a quienes los moradores se comprometían a pagar una gallina por vivienda para retribuir la cesión del terreno, como una renta anual, que el expediente menciona como pago del “censo”. El crecimiento demográfico del siglo XIX haría más común la costumbre de que los peones de las haciendas construyeran sus casas dentro del fundo “por cuyo motivo pagan en dinero o trabajo o especies la merced conductiva del suelo en que han fabricado su casa y corralón para sus ganados”, explicaba en el Congreso de la República, el año 1934, don Hildebrando Castro Pozo.
Tal contribución se conocería desde entonces como “derecho de piso”, y no era más que una más de las onerosas obligaciones que contraían los trabajadores de las haciendas, porque también pagaban “derechos de pastaje” por el alimento (por lo general algarrobas) de los chivos, “derechos de pontazgo”, o de “peaje” por llevarlos a la ciudad. No pagaban derecho de piso los “crianderos temporales” como así tampoco pagaban el pastaje las acémilas, aunque quedaban obligadas a servir a la hacienda cuando se las necesitase. Tampoco pagaban los colonos, privilegiados con el derecho adquirido de propiedad de sus casas, corrales y chacras ni por supuesto los comuneros.
La Reforma Agraria de la dictadura militar cambió las cosas y entre ellas dio al olvido muchas de estas distinciones lingüísticas, pero gracias a su expresividad y probablemente por su parecido con otras frases, la locución nominal pervive, se ha modernizado en su significado y ha urbanizado su ámbito de uso: todo recién llegado tiene que pagar su “derecho de piso” al empezar a trabajar en una oficina, especialmente cuando recién ha salido de la facultad, aunque ello no esté contemplado en ningún contrato. Se da en profesiones tradicionales y todavía más en el ámbito de los deportistas, los artistas y cantantes, y tal vez la gente de la farándula haya sido (con su gran movilidad laboral) la que más ha popularizado la expresión, compartida por cierto con las hermanas repúblicas de México y Argentina.
Uruguay se muestra aquí algo más conservador, pues allí también se sigue diciendo “derecho de piso” al que pagan los vendedores por un espacio de la calle en una feria. Una expresión similar se da también en Extremadura, en España, y al parecer la costumbre de “hacer pagar el piso” a los forasteros que cortejan a alguna muchacha del pueblo aún persiste en algunos lugares de la comarca conocida como la “Siberia Extremeña”, en Badajoz.
En el Perú la frase ha tenido mucho éxito y se apoya además en otras expresiones próximas, como “mover el piso”, “perder el piso” “quitar el piso”, “dejar sin piso” y, por supuesto, “serruchar el piso”. La lengua está en plena ebullición y siempre se puede ir más allá. Así, tal jugador “pierde piso” en tal equipo pero enseguida vuelve a jugar en el de más allá y estas “movidas de piso” no hacen más que llenar las páginas finales del periódico. Igual Mirko Lauer escribía un titular acerca de cierto “TLC con piso movedizo”, o Hugo Guerra señalaba que “el juego politiquero” persigue “quitar el piso al país” con un aburrido sinfín de movilizaciones. Otras veces son los políticos limeños los que “dejan sin piso” a las regiones, aunque estas no se dejan pisotear.
Pagar “derecho de piso” puede ser excusa de errores y torpezas de principiante, pero no justifica ninguna injusticia ni maltrato. Algunas veces supone aguantar una broma, otras a uno le “hacen leña” los críticos o los chismes, pero todavía es peor que calladamente te vayan “serruchando el piso” (nada tan expresivo como una buena metáfora), ya sea los compañeros o, peor aún, los subalternos.
En el idioma castellano hay una buena cantidad de palabras para todo esto: “puñaladas por la espalda”, “puyas”, “puyazos”, “puñaladas traperas”, o eufemismos como “ambiente hostil en el trabajo” a lo que antes se decía “perfidia” o “traición”, que resuenan ya solemnes. “Serruchar el piso” se dice también en Bolivia, México y en Centroamérica. Lo más reciente es que a la persona que traiciona se le dice “serruchapisos” (en Costa Rica “serruchos”), con una composición tan natural como “cortaúñas”, o “lustrabotas”, sino que se ha presentado delante de nuestras narices y algunos todavía no se atreven a escribirla seguido.
Para algunos esto de las “serruchadas” laborales o profesionales (por lo general, taimadas) constituyen algo cultural o resultan en un mal característico de nuestra complicada y competitiva vida moderna. Puede ser, aunque siempre y en todas partes hallaremos el pecado universal de la envidia, que está en el fondo y la superficie del que daña por la espalda. Cada cultura tiene su estilo, no hay duda, pero así como los males están en todas partes, también en cualquier sitio se pueden encontrar muchas virtudes humanas, también a nuestro alrededor. Lo que pasa es que más a menudo ponemos nombre a las cosas que nos disgustan, por lo mismo que así alertamos de su intolerable presencia.
En Venezuela es común decir le “están serruchando el piso” (o serruchar el puesto), como también “le movieron el piso”.