El color de la miel
Por Carlos Arrizabalaga, publicado el 2 de agosto de 2012Marco Martos publicó en 1999 un centenar de poemas bajo el título “El mar de las tinieblas”, en que rinde tributo a escritores como Juan Ruiz, Quevedo, Góngora, Eguren, Vallejo, Kafka, Mallarmé, Rimbaud y muchos otros, asumiendo su voz y su universo en momentos tan precisos como imaginarios.
En el segundo de los tres en que anima la voz del escritor japonés Yasunari Kawabata (premio Nobel en 1968), describe el brindis del novelista por la Danzarina de Izu, figura que da título a su obra primera. Suenan los timbres y las turbinas en la debacle de 1945 y la voz del poeta se despide de color amarillo, color del vino de arroz, de espigas de cebada y de los ojos color miel de la mujer que alienta a continuar el camino de la vida.
El profesor Manuel Prendes me hizo recordar que en la Odisea y la Ilíada de Homero el mar es color vino oscuro, y el vino color sangre, la miel color verde y las ovejas violeta o rojo púrpura. Para muchos es un enigma esta distorsión de los colores, y dicen que Gladstone dedicó largos años tratando de resolver la cuestión. Se piensa ahora que ese desajuste cromático puede explicarse por una evolución del idioma heleno a lo largo de los siglos transcurridos desde que se recitaron por primera vez.
Esto ha ocurrido en castellano, sin ir más lejos, con el término “lívido”, que ha consolidado su significado de “muy blanco”, cuando antiguamente, desde el latín clásico, se aplicaba al color rojo pálido. Igualmente hoy decimos color melón a una tonalidad de anaranjado, cuando en España se aplica a un verde claro, porque así es la variedad de cucurbitácea más cultivada allá.
Hay quien concluye que toda expresión lingüística de una gama de colores es intrínsecamente arbitraria, según decía Saussure, como todo en el lenguaje. Pero una cosa es que la asociación sea arbitraria en el uso que hace el habla de su función sígnica, y otra cosa es que su origen etimológico que no suele ser del todo arbitrario, sino motivado por alguna razón real o imaginaria.
Toda expresión lingüística nace de una percepción compartida de la realidad, por más que luego será arbitrario asociarla a alguna secuencia de sonidos. Una lengua es pues, como decía Martinet, “un instrumento de comunicación con arreglo al cual la experiencia humana se analiza de modo diferente en cada comunidad”, y ese análisis suele tomar en cuenta aspectos de la realidad aunque no “científicamente” sino casi “intuitivamente”, en virtud a una forma de “saber originario”, nos recordaba Eugenio Coseriu. Así decimos negro como el carbón, blanco como la nieve, rojo como un tomate, verde esmeralda, azul marino o celeste, color naranja, color plomo, color miel, color añil, marrón, púrpura, crema; los colores reciben el nombre de las cosas porque el lenguaje nace motivado por la realidad, de la atenta observación de las cosas.
Enrique Brüning recogió en sus cuadernos que en lenguaje mochica “fakan mirles kapak” significaba “negro como la miel”, y es que “sale muy oscura” la miel de palo de las abejas originarias de la costa norte del Perú y la miel de palosanto que recogen ahora las abejas traídas de otros continentes; no es amarilla sino negra como el toro y el guardacaballo, que también se llamaban “fak” y “faka tsark” en la antigua lengua de Lambayeque, así como los ancianos de Eten llamaban “fakúnek” al día negro en que se vive el duelo.
Lenguas y culturas diferentes pero no tan arbitrarias en la inmensidad del orbe. Al otro lado del Pacífico, en el país del sol naciente el color de la miel pertenece al emperador y la muerte es clara como la línea “de espuma blanquísima, vena del mismo mar que acaso escribe”, dice Martos, con que Yasunari Kawabata se despide.
Hablar de lo colores me recuerda al “color capulí “, usado antaño para describir ese bello e indeciso color de algunas limeñas.
Era un halago o fina cortesía referirse así, no era caritativo como decir de “color honesto” o “color humilde”.
Ha pasado el tiempo y hoy al capulí (Physalis peruviana L.) se le llama “aguaymanto” (“uchuva” en otros lugares) y siento que no sería nada poético decir que cierta dama destaca por su “color aguaymanto”.
Otro color, casi perdido en nuestro medio, es el “color manteca”, que no es blanco ni crema, solo recuerda el color de la manteca de chancho, también casi desaparecida.