El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura
Por Manuel Prendes Guardiola, publicado el 23 de septiembre de 2024Si hay un autor que mande en el panorama de la actual novela negra en español, este es sin duda el cubano Leonardo Padura, gracias a su serie de narraciones protagonizadas por el detective Mario Conde. Con El hombre que amaba a los perros (2009), sin abandonar por completo los derroteros del relato criminal, Padura se adentra en los terrenos de la novela histórica, bajo un formato que igualmente se aproxima al género del “relato real” que algunos llaman en inglés quest, donde no solo se nos presenta una historia verídica de la que nos separan ya muchas décadas, sino también el trasfondo de su reconstrucción, en la que se desdibujan los límites entre lo verídico y lo ficcional.
La acción se distribuye en marcos nítidamente separados: por un lado, la política internacional entre las dos guerras mundiales; por otro, las turbulencias internas de España, Rusia, México o, principalmente, la Cuba posrevolucionaria. Tres vidas disímiles se irán entrelazando allí secretamente. En primer lugar, la de León Trotski, cerebro y brazo de la revolución rusa, expulsado del poder e implacablemente perseguido por su rival Stalin. Luego, la de Ramón Mercader, el joven militante comunista elegido para convertirse en un espía y asesino de élite. Por último, la ya ficticia vida de Iván Cárdenas, el escritor frustrado y veterinario que en su tierra de Cuba recibe inesperadas confidencias del pasado por parte de cierto enigmático exiliado español. Como el lector interesado probablemente ya conocerá el desenlace de las vidas de Trotski y Mercader (y si no, para eso está la Wikipedia), podrá dedicar su curiosidad por el destino de los personajes a las investigaciones y sinsabores de Cárdenas; y, en la trama “real”, demorarse en el minucioso encadenamiento de los hechos hasta un acontecimiento fatalmente escrito ya en la memoria del siglo XX.
Aparte de los canales por los que, a medida que avanza la trama, se van comunicando acciones y personajes de las tres historias, otros puntos en común las dotan de un tono y contenido similar. El leit-motiv de los perros, por ejemplo, como símbolo de belleza y lealtad, como objeto de compasión o vía de acercamiento entre seres humanos muy distintos. También unen a los respectivos protagonistas el fracaso existencial y el consiguiente desengaño: desde distintas experiencias, se presencia la corrupción de unos ideales a los que se ha sacrificado la vida entera. Al mismo tiempo, asoman la conciencia de no haber podido evitar esa corrupción o de haber colaborado con ella, e, incluso, la sospecha de que aquellos ideales ya se encontraban radicalmente viciados. De todos los personajes, quizá sea la atormentada figura de Ramón la que se entrega a su vocación con mayor fanatismo, y más exterioriza sus contradicciones gracias a la ambigua relación que mantiene con sus dos mentores: su madre Caridad del Río y su mefistofélico superior, de cambiante identidad y oscilante entre el cinismo y la fe ciega en los designios del camarada Stalin.
Este último personaje histórico merece comentario aparte, como secundario invisible dentro de la acción, aunque omnipresente en el relato como si se tratara de una divinidad maligna. El dictador soviético maneja a su despiadado antojo el destino de los personajes, desde el ensañamiento contra su cada vez más insignificante excamarada Trotski hasta la férrea lealtad que inspira en su brazo ejecutor. Y también, como última e indirecta víctima, un pobre ciudadano cubano que ha sufrido las consecuencias del mundo modelado por Stalin y otros poderes omnímodos e invisibles, que podrían mencionarse aquí, pero la narración prefiere discretamente eliminar del cuadro.