El Tenorio, por Difuntos
Por Manuel Prendes Guardiola, publicado el 16 de noviembre de 2021Dentro de la historia del drama romántico español, el mayor aprecio de la crítica se habrá repartido entre el Macías de Larra, el Don Álvaro del duque de Rivas, El trovador de García Gutiérrez o Los amantes de Teruel de Hartzenbusch. Sin embargo, ninguno sería más celebrado por el público, durante largo siglo y medio, que Don Juan Tenorio. Si algún laurel conserva la memoria de su autor, José Zorrilla (1817-1893) de los muchos que, hoy marchitos, lo coronaron en vida, se trata sin duda de esta obra que paradójicamente él mismo acabó por repudiar. No estará de más dedicarle un recuerdo para recomendarla a potenciales lectores (quién sabe si espectadores o actores). Todavía está reciente la noche de Difuntos −la del 1 al 2 de noviembre−, en que representar el Tenorio llegó a convertirse en una arraigada tradición.
La clave del éxito de Don Juan Tenorio probablemente sea la misma que la de muchas grandes obras literarias: el feliz hallazgo de un personaje que cautiva al lector más que la propia trama. Zorrilla, en este caso, se había asegurado el terreno firme de la cultura tradicional. Así como el alemán Goethe, padre del Romanticismo, había tomado su Fausto de fuentes anteriores que iban desde el teatro renacentista hasta el popular teatro de títeres; el poeta español disponía ya de antiguas leyendas sobre libertinos arrepentidos o castigados por acción sobrenatural. Se atribuye a Tirso de Molina, en el siglo XVII, la autoría de El burlador de Sevilla, donde el personaje saltó por primera vez a una fama que iría aumentando con ilustres adaptadores como Molière o Mozart.
Zorrilla adecuó a sus tiempos la figura del fanfarrón seductor don Juan. Por una parte, lo convierte en un libertino autoconsciente y metódico, que en una noche de Carnaval exhibe por escrito su lista de correrías en razón de una apuesta con don Luis Mejía, su antagonista y a la vez su semejante. Más tarde, sin embargo, su amor por doña Inés lo lleva a replantearse un nuevo comienzo para su existencia, y cuando fatales circunstancias lo separan de su amada, su rebeldía contra el mundo ya no es burlona indiferencia sino desafío atormentado (“Llamé al cielo, y no me oyó…”). Por último, cual otro Fausto, alcanzará la salvación de su alma, en noche de Difuntos, por intervención celestial de Inés, con lo que el amor vence la severa condena a la que se veía don Juan sometido en versiones anteriores.
Al atractivo de la historia y del personaje hay que añadir el del lenguaje. A costa de algún que otro ripio (“−… ¿quién pensáis que vive aquí? / −Doña Ana de Pantoja, y / quiero ver a tu señora”), los versos en que está escrito el Tenorio destacan por una pegadiza sonoridad, desde su mismo brioso arranque (“¡Cuán gritan esos malditos! / Pero mal rayo me parta / si en concluyendo la carta / no pagan caros sus gritos…”). No en vano muchos de ellos fueron recordados por generaciones de lectores que igualmente podían reconocer escenas memorables como el intento de seducción de doña Inés en el diván, la esgrima verbal (también alguna de espadas) entre Tenorio y Mejía o las escenas finales en el camposanto. El mito de don Juan aún seguiría siendo revisitado y actualizado durante el siglo posterior; mucho del mérito de ello está en la nueva fama que logró insuflarle José Zorrilla.
*Fuente de la imagen: 65ymas.com