El valor de estar: Y si quieren saber de nuestro pasado
Por Manuel Prendes Guardiola, publicado el 3 de marzo de 2025El narrador de Y si quieren saber de nuestro pasado no trata de sembrar sutiles coincidencias entre él y el autor del libro, sino que se identifica plenamente con este. Es decir, que el escritor Hernán Migoya (1971) redacta aquí en breves capítulos la crónica de un periodo significativo de su vida. Esta conciencia de realidad puede tener resultados dispares para el lector: ciertamente puede avivar su interés, pero ante cualquier divergencia no podrá usar como disculpa la consabida máxima de que no hay que confundir autor y obra.
De hecho, se trata de un narrador que no se esfuerza por resultar simpático. Ya desde la introducción advierte de su falta de confianza en el sentido o la justicia de la vida. Tampoco quiere, con las vivencias que registra, legar al mundo ninguna esperable enseñanza de superación. Hace además sus ciertos alardes de misantropía y desapego social, lo cual, en un escritor profesional como él, no deja de ser una actitud un poco suicida. Aunque precisamente el suicidio es una idea que acaricia ocasionalmente, lo cual, junto con alguna que otra cuestión íntima —incluidas fisiológicas—, tal vez pueda resultar bastante incómodo para más de un lector.
No conviene, sin embargo, dejarse distraer por estas miserias, detrás de las que la historia trasluce belleza y heroísmo cotidiano. Su punto de partida es el regreso del autor a su Cataluña natal desde su residencia en Lima, al saber de la enfermedad de sus padres. El alzheimer ha disminuido ya profundamente las capacidades de Marce, y Tina debe cuidarlo mientras su propio cáncer se va extendiendo. El narrador no tiene demasiado clara la utilidad de su presencia en el hogar paterno, pero, como manifiesta, “sé de dónde vengo y mi lucha hoy se encuentra en esta trinchera” (p. 10). Su principal acción será en un principio la de simplemente estar: aún no habituado a las rutinas de enfermero, el hijo cincuentón se encuentra al llegar a casa tratado casi como el adolescente que fue, lo cual pasa por verse apartado de las principales tareas domésticas y, sobre todo, del cuidado de su padre. Es testigo de la entrega total de Tina a Marce, que ni de noche se separa de él, pese a su incontinencia y sus ronquidos; entretanto, prefiere hacer recados antes que escribir y, sobre todo, acompañar, hablar con ese “niño obediente y risueño” (p. 39) en que se ha convertido el hombre rudo que un día fue el enfermo, apenas capaz ahora de darle una respuesta o siquiera de entenderle.
En suma, el narrador-personaje no concibe su presencia en términos de utilidad, como un concurso de méritos para reivindicarse ante sus padres. Se deja querer y, a un tiempo, busca que su padre se sienta amado. En ese sentido, de la suma de los presentes que se van acumulando en estas páginas, aflora el sentido más universal de los lazos familiares, en forma de memoria e incluso de esperanza. Como un arraigo más cercano y duradero que cualquier otro que puedan inventar las sociedades; y al mismo tiempo, el soterrado afán de prolongarse hacia el futuro. Algo debe permanecer de la vida de esas dos personas sencillas que se han entregado, sin darse cuenta, la vida entera. Aunque sean tan solo los breves capítulos que les dedica un hijo agradecido.