Eso no se dice, eso no se hace
Por Carlos Arrizabalaga, publicado el 8 de febrero de 2016Decía San Agustín que con el retiro de unas cosas y la sucesión de otras se va tejiendo la belleza de los siglos. El lenguaje participa de esa belleza de las cosas humanas con todo lo que tiene de continuidad y cambio, y también en lo que tiene de revelación y disimulo. Muchas palabras como amigo, regalo, ayuda, bonito, agradable, estupendo pueden ensalzar y halagar con sus significados. Otras palabras se esconden porque son palabras feas, desagradables, malsonantes no por sus sonidos, aunque a veces ayudan. Son “malas palabras” que se reservan para circunstancias particulares de insultos, ofensas, desafíos, desahogos. Son malas por algo, no por capricho o por casualidad. Los niños desde los seis hasta los diez años son especialmente sensibles al poder que poseen las palabras y a su capacidad de hacer el bien o de hacer daño.
Para el lingüista todas las palabras son buenas, todas deben incluirse en el diccionario, pero solo los obcecados ignoran que el uso del lenguaje, como toda actividad humana, tiene un profundo valor moral. Se puede hacer mucho bien y se puede hacer mucho mal, aunque ahora parezca que en la vida o en la prensa diaria igual que por Internet se puede decir cualquier cosa impunemente y los más progresistas acusen de inquisitorial cualquier intento de poner filtros o controles a esa selva de improperios.
Las palabras referidas a cosas que nos disgustan o avergüenzan se llaman tabúes. Y en su lugar se utilizan otras que llamamos eufemismos, que no suenan tan horribles pero nos ayudan a nombrar esas cosas tan incómodas. En lugar de vomitar decimos arrojar o en España echar la papilla. La muerte es un deceso, fallecimiento o una desaparición. Las necesidades fisiológicas se esconden igualmente: pila es el lugar donde se hace, pero los eufemismos muchas veces aprovechan la metonimia; o también los números: el uno, el dos. Las partes pudendas del cuerpo reciben multitud de denominaciones, que acaban también lexicalizadas, como poto o trasero, que finalmente también acaban volviéndose palabras incómodas hasta que tenemos que poner la vacuna del niño en un lugar que siempre tuvo nombres particulares.
La sociedad ha cambiado mucho y ahora nos causan hilaridad algunos eufemismos de otras épocas como decir ósculo en lugar de beso o relaciones maritales a lo que muchos hacen fuera del matrimonio. Pero igual ahora se fabrican nuevos eufemismos “políticamente correctos”, como eso de decir interrupción del embarazo al aborto, o llamar segundo compromiso al adulterio, obesidad a la gordura, conflicto armado al terrorismo, o disfuncional al degenerado. Palabras que antes se decían sin temor (al pan, pan, y al vino, vino) ahora parecen impronunciables o se esquivan intencionalmente desde posiciones ideológicas más que discutibles.
No es tan fácil llamar las cosas por su nombre y no es tan claro el límite entre el necesario pudor y la mala intención. Porque algunos eufemismos solamente aminoran, con la mayor amabilidad posible, la crudeza de las cosas, y así en lugar de tullido, o tarado preferimos expresiones más suaves como minusválido o subnormal, que igualmente ahora se sienten demasiado duras y se remplazan nuevamente por otras como discapacitado o especial. En lugar de loco se dice trastornado y en vez de borracho, es más amable decir mareado.
A veces los eufemismos son convenientes por amabilidad o cortesía. Como decía Eugenio Coseriu (1977), las palabras son verdaderas o falsas, apropiadas o inapropiadas solamente en las situaciones en las que se utilizan, en los actos de habla o discursos. Actos morales, que pueden conllevar responsabilidades penales, si se trata de infundios, calumnias, ofensas graves o falsedad genérica. Todos los recursos que ofrece un idioma como sistema lingüístico son por principio neutros, y es nuestra responsabilidad (y la de la escuela) saber emplearlos mejor o peor.
Pues bien, también es cierto que la creación misma de algunas expresiones eufemísticas revela la complicidad con el mal de sociedades enteras. Lo fue en el caso del holocausto judío, que los nazis llamaban eufemísticamente la solución final. También en la actualidad podemos encontrar un deseo semejante de disfrazar algunas maldades y de confundir el verdadero nombre de las cosas, porque de suyo el aborto no interrumpe sino mata una vida. No por ser un acto voluntario es bueno. Algunos adjetivos se están desvirtuando, como al decir atrevido por descarado, ingenuo por prudente, vivo por mentiroso, neutral por egoísta, interesado por chismoso, diplomático por falso. Robert R. Reilly defiende que la Guerra Fría terminó cuando todos –y el primero fue san Juan Pablo II– comenzaron a llamar a las cosas por su nombre y a calificar el sistema soviético como “malo”. Los eufemismos pueden volvernos esclavos del escepticismo si nos impiden decir la verdad de las cosas, si nos atan a la dictadura de la opinión políticamente correcta, si nos dirigen como marionetas hacia reduccionismos ideológicos con recetas insidiosas y fórmulas de convivencia social amordazadas por la indiferencia.
¡Genial!
Me fue muy útil para trabajar este tema con mis alumnos de cuarto año. Pude reflexionar con ellos y ese siempre es el objetivo.
Actualmente se ha confundido a las personas con montones de expresiones absurdas, por ejemplo, eso de todos y todas; enfermeros y enfermeras, estas personas realmente desvirtúan el idioma. Pero, decirle a los políticos deshonestos es la manera correcta según ellos y muchos otros, pues no quieren que se les diga que son ladrones, degenerados y sinvergüenzas. Yo les invito a decir las palabras como son originalmente, pero aplicadas a la verdad y la realidad, porque se oye la grandeza imponente del idioma en su grandioso esplendor, por ejemplo, es mejor decir así: me duele un pie, en vez de me duele una pata.