Huaico o huayco (Parte 2)
Por Carlos Arrizabalaga, publicado el 2 de julio de 2018Aunque la ortografía chilena tuvo cierta aceptación, contaba con antecedentes notables y se asentaba en la poderosa razón de que la vocal se representara siempre con <i> latina (para reservar la ye para la consonante palatal), el uso que se había impuesto por la costumbre de la ortografía tradicional se resistió y por muchas décadas del siglo XIX se creó una gran inestabilidad en la ortografía del castellano debido a esta disensión. Incluso la Academia, en la Gramática de 1870 se muestra condescendiente respecto a “la práctica contraria de algunos escritores, la cual no puede razonablemente desaprobarse” (325). Años más tarde, la gramática de 1931 deplorará que las letras <i> e <y>: “han tenido sin regla fija y por mucho tiempo oficios promiscuos. Ya no usurpa la vocal los de la consonante, pero sí esta los de aquella en varios casos y contra toda razón ortográfica se escribe y con el sonido vocal de i” (476).
Los estudios de Tomás Navarro Tomás (1884-1979), demostraron que la conjunción copulativa se pronuncia en realidad de cuatro maneras distintas: vocal entre consonantes: Juan y Pedro, semiconsonante ante vocal: Juan y Andrés, semivocal tras vocal: Pedro y Juan, y consonante plena entre vocales: Pedro y Andrés ([1918] 1991: 50-51). Lo mismo ocurre con el diptongo en posición final, que al formar el plural siempre es consonante: reyes, bueyes, cuyes. Con ello el principal argumento de los reformistas en torno a que la escritura de la conjunción debía reflejar la pronunciación quedaba en suspenso, porque finalmente había que asignar convencionalmente una forma de escritura a cuatro formas articulatorias y acústicas distintas. En fin, la norma académica, que desde 1815 nunca se había depuesto del todo, consagró la convención más extendida y mayoritaria: se escribe con <i> latina cuando el diptongo está en el interior de la palabra (virreinato) y con <y> griega al final: (virrey).
En el Perú no faltaron seguidores de la reforma, pero fueron más los que se apegaron a la ortografía tradicional. Juan de Arona, igual que Irisarri en México y Martínez López en España, rechazó tajantemente la ortografía chilena, tildando a los primeros de “irreflexivos”. Con todo, incluso en su Diccionario de peruanismos ([1883-84] 1938) se encuentran vacilaciones elocuentes: define cachay como “los surcos que se van labrando en las faldas de los cerros” (p.108), pero antes había escrito cachai (p. 44). Cita al Inca Garcilaso para autorizar numerosas voces, como ocurre con haylli: “que en la lengua general del Perú quiere decir Triunfo” (p.229), y describe el huairuro como “la lindísima semilla del huayro” (p.236). Arona se muestra por lo demás cuidadoso defensor de las formas que al final van a prosperar en los hábitos ortográficos y la norma académica. Arona consigna aimará y airampo (p. 64), caigua (p. 110), huairo y huairona (p. 235), y por otro lado cachay (p. 108), jaguay (p. 252) y pacay (p. 294). Pedro de Oña en el canto quinto de su Arauco domado decía pacayales, como nombre de los bosques de esos árboles. Arona advierte de todos modos que era más frecuente, como ocurre también hoy, la forma pacae (en plural pacaes), que también las trae el diccionario. Emplea paico (p. 235) pero no le consigna una entrada. Solamente en dos vocablos regionales contradice la norma: chimaycha “especie de yaraví a cuyo son bailan los indios”, en Tarma (p. 167), y el ya mencionado haylli (p. 229). No trae Arona los vocablos ceibo, muimuy, huaino, huailampo, ni otros varios.
Por otra parte, algunos de esos vocablos de origen quechua no se incorporaron al diccionario hasta tiempos relativamente recientes. Y este es el caso de huaico, igual que otros como huairuro o airampo aparecen en el diccionario en 1925. La voz aimará (luego se corregirá en aimara) se incorporó un poco antes, en 1914. El término huaino se incorporó recién en 2010, como variante de huaiño (nombre boliviano de la composición musical).
La razón por la que debe escribirse huaico, igual que huaino, chimaicha, hailli, caigua, huairuro, faique, paico, etc., siempre con <i> latina es porque en todas se pronuncia en efecto el sonido de una vocal. Cuando se encuentra al final de la palabra puede o no ser vocal o consonante y en esta indistinción ha pesado finalmente la costumbre por la que las primeras normas académicas concedían a la <y> griega representar ese sonido, norma que se impuso también a americanismos como cuy, chancay (‘pan dulce’), etc.
Los topónimos siguen esas mismas reglas, por las que el antiguo Payta se escribe Paita ya desde el siglo XIX, y Huarmey, Chancay, Abancay, Yungay, Chugay mantuvieron la <y> griega (no faltan ejemplos de dudas en el siglo XIX). El topónimo Caicay en Cusco cumple perfectamente con las dos normas mencionadas. Algunos nombres se resistieron al cambio de norma, como ocurre con Andahuaylas, Maynas, Ollantaytambo o Chinchaysuyo (que deberían escribirse Andahuailas, Mainas, Ollantaitambo y Chinchaisuyo). El caso de Carabaýllo también es un arcaísmo ortográfico, que debe escribirse con tilde porque aquí se trata de un hiato. Para normalizar la escritura fueron de especial utilidad los diccionarios geográficos de Mariano Felipe Paz Soldan (1877) del capitán Germán Stiglich (1922) o el más reciente de García Rosell (1972), pero los dos primeros no tenían una norma clara al respecto. Los topónimos que se resistieron finalmente impusieron su ortografía arcaizante contra la norma general y resultaría ya muy difícil desarraigar las formas consagradas por el uso y autorizadas por las leyes de la República.
Hay algunos indigenismos históricos que también se han resistido y que ahora parecen reivindicar su ortografía antigua en los trabajos de los arqueólogos y etnohistoriadores (a menudo con formación anglosajona), y es lo que pasa con los vocablos *ayllu y *ayni, que deben escribirse mejor aillu y aini. En ello no hay por qué apelar a la ortografía de la lengua quechua (o mochica, en el caso de faique), porque en castellano (a diferencia del inglés) la regla general es la que se sigue de la pronunciación de los vocablos, no importa cuál sea su origen. Además, en el caso de los quechuismos hay que entender que el problema reside en que éstos se empezaron a transcribir desde el siglo XVI según la antigua ortografía castellana empleada por los conquistadores y cronistas, la misma que cambió, como vimos, a partir de 1815 (así, huayco pasó a escribirse huaico).
Carlos Arrizabalaga
Cuando, de Huaico o huayco, publicaron la parte 1 era de suponer que se venía la Parte 2 y como no han puesto la clásica forma “1 de X” o “2 de X”, no sabemos el valor de X ni cuándo se acabará la larga explicación.