La casa encendida, de Luis Rosales

Por , publicado el 8 de noviembre de 2016

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Las ínsulas extrañas, ambiciosa y controvertida antología poética en lengua española publicada en 2002, recordaba a una generación de poetas que, nacidos en la segunda década del siglo XX, renovaron el castellano como lengua poética moderna: los nombres seleccionados eran los de José Lezama Lima, Octavio Paz, Gonzalo Rojas, Nicanor Parra, Emilio Adolfo Westphalen, Miguel Hernández y Luis Rosales.

Rosales, formado como poeta en los fecundos años treinta, alcanzó su plena madurez creadora una década –y una guerra civil– más tarde. Su poema en cinco partes titulado La casa encendida (1949) será un hito en su obra y en la historia de la poesía española, dentro de los integrantes de lo que se denominó “poesía arraigada”: autores que, ante la inquietud existencial, encontraban resguardo o sentido en los valores tradicionales del amor, la familia, los amigos, la belleza o Dios.

La casa se erige aquí en símbolo de la individualidad del poeta. El poema arranca con imágenes de heladora soledad: “Porque todo es igual y tú lo sabes / has llegado a tu casa, y has cerrado la puerta / con ese mismo gesto con que se tira un día, / con que se quita una hoja atrasada al calendario /cuando todo es igual y tú lo sabes”. La rutina diaria, el hogar vacío, la materia sin sentido, la desesperanza, sin embargo, se ven conjurados por obra de la memoria.

Dentro de La casa encendida, la repetición -anáforas, paralelismos que se extienden a lo largo de todo el libro- no responde solo a razones estéticas, sino a una visión del mundo: para Rosales, el retorno es una realidad esencial. “Vivir es ver volver”, cita en un momento dado a Azorín; “La palabra del alma es la memoria, / la memoria del alma es la esperanza”, escribirá más adelante. Pero esa memoria y esa esperanza son compartidas: el corazón es siempre “reunido”. En la solitaria casa del poema se van congregando las vivencias del pasado, los proyectos y deseos: la futura esposa y el amor plenamente realizado en la sexualidad; también los hijos, los amigos vivos y los muertos, los hermanos y el mundo de la infancia, los padres. Al igual que la palabra poética suspende la temporalidad, también abre ventanas entre este mundo y el otro, porque “la muerte no interrumpe nada”. Así se lo recuerda al poeta un amigo resucitado, al acabar la segunda parte, o él mismo a su padre fallecido en la cuarta -tal vez la que guarda momentos más conmovedores para el lector.

A la expresión lírica intimista y más “clásica”, el lenguaje poético de Rosales une registros diferentes, propios de la narrativa, la reflexión filosófica o incluso el lenguaje burocrático. Recurre también a la expresión más audaz de imágenes alucinatorias, a neologismos (“azucenamente”, “desdoloridamente”…) e inesperadas construcciones sintácticas que acaban formando un vasto concierto cuya creciente intensidad concluye suavemente. La quinta parte suena como una breve coda en la que llegan la calma y la luz. El poeta regresa a su hogar como al principio del libro, pero ocurre que ya no todo es igual: “vi iluminadas, obradoras, radiantes, estelares,/ las ventanas,/ ˗sí, todas las ventanas-,/ Gracias, Señor, la casa está encendida”.

Manuel Prendes Guardiola

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