Miguel Delibes: El tesoro (y otro título de paso)
Por Manuel Prendes Guardiola, publicado el 8 de marzo de 2021No hay tesoro ficticio que no conlleve una maldición. De esta norma no se salva ni tan siquiera esta breve novela, profundamente realista, de Miguel Delibes (1920-2010).
El inesperado hallazgo de unas joyas prerromanas moviliza rápidamente a un joven profesor de arqueología y a sus ayudantes. Sin embargo, aunque respaldados por las autoridades, deberán enfrentarse a las suspicacias de los vecinos, que acaban por derivar en abierta hostilidad. Así como los académicos proceden de la capital, el descubridor del tesoro es de otro pueblo, y estas sucesivas intrusiones despiertan la codicia y brutalidad de una población aislada, a la que no son capaces de ganarse ni el discurso científico ni los diferentes recursos de la autoridad, desde la coacción secreta hasta el discurso campanudo. La memoria del difunto don Virgilio, alias “el Coronel”, acusa la ausencia de un personaje capaz de conciliar el mundo del conocimiento y el del arraigo en el país.
Cualquier mediano conocedor de la dilatada obra narrativa de Delibes, que a lo largo de toda la segunda mitad del siglo XX sobrevivió a modas y generaciones, reconocerá en las páginas de El tesoro la pasión por los ambientes rurales de su tierra natal, en lo que entonces se llamaba Castilla la Vieja; asimismo, su reconocida su percepción crítica de la sociedad y su dignificación de los personajes modestos, débiles y humildes. No obstante, esta obra de 1985 se puede leer también como revés trágico o esperpéntico de otra pequeña gran novela suya, El disputado voto del señor Cayo (1978).
Esta última, publicada en los años de la transición española a la democracia, denunciaba el abandono material del mundo campesino recreando la visita a un pueblo con poco más de dos habitantes, residuo de la migración a las ciudades industriales. En El tesoro, el abandono se manifiesta en otras dimensiones: un poder central, en este caso el de la recién concluida dictadura, que se ha desentendido no sólo del bienestar de un pueblo, sino de hacerlo consciente y partícipe de su propia riqueza cultural. “Es un problema de escuelas”, afirmará Cristino, uno de los estudiantes.
Si el señor Cayo podía objetar con perplejidad “yo no soy pobre” a los prejuicios de los candidatos socialistas, con los habitantes de Gamones ya no hay diálogo posible. Los protagonistas de uno y otro encuentro entre ciudad y campo, entre dos maneras de vivir y entender la vida que se manifiestan desde el propio lenguaje, experimentarán finalmente con desazón de la inutilidad de pretender salvar un pueblo que, en El disputado voto del señor Cayo, no necesita salvación, y en el caso de El tesoro, tal vez no la merece.