Rever Bécquer
Por Manuel Prendes Guardiola, publicado el 11 de marzo de 2024Para un común y poco atento conjunto de lectores, el nombre de Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) sabe a libro de texto y poema transcrito en carpeta estudiantil o, tal vez hoy, en floreada página digital. “Poesía eres tú”, “Volverán las oscuras golondrinas”, ya se sabe: sentimentalidad fácil y expresión aguachinosa, lejanas precursoras de esa poesía memegrafitera adolescente que se expande por las redes sociales. No es solo que esa noción de las Rimas haya eclipsado al notable prosista que fue Gustavo Adolfo Bécquer. O que sea también conocido, aunque quizá no lo bastante ponderado, como autor de un conjunto de Leyendas que articulan como nadie de su tiempo narración, misterio y poesía. Que igualmente lo sea —mucho menos— de modélicas crónicas y diarios como Desde mi celda o Cartas literarias a una mujer. No: es que la propia fama de las Rimas ha eclipsado a las Rimas.
Los manuales de literatura podrán decir que Bécquer aporta sencillez expresiva e intimismo a la rimbombante y declamatoria versificación en que había degenerado la poesía romántica previa, pero, fuera de ámbito escolar, igual que más allá de cualquier prejuicio juvenil, en Bécquer encontramos dos elementos tan familiares para la poesía actual como cotidianidad y concreción. Los sentimientos se encarnan, antes que en heroicos mundos de fantasía o en abstractas elaboraciones del ensueño, en los avatares de la vida diaria: el paseo, la reunión, la fiesta (rima XVIII), la conversación casual o intencionada (XXIX, XLII)… No por nada el poeta pretendió titular su obra originalmente Libro de los gorriones, es decir, identificar su palabra con el rumor de la más humilde e ignorada de las aves del medio urbano.
La sentimentalidad becqueriana no se entiende sin una voluntad artística profundamente intelectual. No solo sus poemas de cierta extensión transparentan una construcción bien meditada, en la que imágenes distintas y a menudo sin relación aparente confluyen hacia un mismo significado (II: la saeta, la hoja, la ola gigantesca, la luz agonizante; XXIV: llama, ola, música, vapor), Bécquer agrega la inteligencia poética como materia de sus rimas, y medita en verso sobre los misterios del proceso creativo: el equilibrio necesario entre la razón y el sentimiento (III, XIII), la intuición del poeta para descubrir la armonía del mundo (VIII: …“sin embargo, estas ansias me dicen / que yo llevo algo / divino aquí dentro”) y la distancia insalvable, pero siempre retadora, que media entre la realidad que nos rodea (y nos habita) y las palabras de las que nos hemos de valer para tratar de expresarla “domando el rebelde, mezquino idioma/ con palabras que fuesen a un tiempo / suspiros y risas, colores y notas” (I).
Por último, la inteligencia poética de las Rimas se percibe no solo en lo imaginativo de sus símbolos, el secreto rigor de su construcción o en la profundidad de sus conceptos, sino en su discreto manejo del humor y la ironía. Rimas como la XXI, con su “poesía eres tú”, no debemos entenderla probablemente en el contexto de la declaración apasionada, sino en el de la réplica galante en una conversación casual; recordaré también la LV, donde la adversidad y la melancolía ante cierto fugaz reencuentro amargo no lo llevan a prorrumpir en ayes, sino a comentar que tiene “alegre la tristeza y triste el vino”.
Escribió Italo Calvino que los clásicos “son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad”. A pocos autores se me ocurre que se les pueda aplicar esta máxima como a nuestro Gustavo Adolfo Bécquer.