Ulises criollo, de José Vasconcelos
Por Manuel Prendes Guardiola, publicado el 3 de abril de 2018Cualquier libro de memorias de un personaje público hay que tomarlo con el interés que merecen los episodios narrados y la prudencia (por no decir escepticismo) que merece el deseo del autor de dejar a la posteridad un pulcro autorretrato. Saber esto no puede, sin embargo, ser impedimento para disfrutar de unas páginas donde se revela el buen escritor. José Vasconcelos (1882-1959) fue un intelectual y político cuyo legado más visible permanece en el lema que dio a la Universidad Nacional Autónoma de México o su propio nombre otorgado a la Biblioteca Nacional de su país. Entre su nutrida obra escrita destacan sucesivos libros autobiográficos, de los cuales el más recordado es el Ulises criollo (1935), donde relata sus recuerdos de infancia y juventud hasta el estallido en 1913 de la fase más larga y cruenta de la Revolución Mexicana.
Quizá se deba al amplio espacio que ocupa la formación de la personalidad del autor-narrador-protagonista el que este primer título sea el más recordado de la serie. La sensibilidad del niño despierta en el ámbito de una bien avenida familia numerosa, culta y en la que la dulce religiosidad de la madre resulta determinante, aunque no ciertamente de manera ortodoxa. Asimismo, su curiosidad intelectual se ve alimentada por el ambiente fronterizo en que transcurren sus primeros años, abocando al autor a valorar su país desde el contraste con el extranjero. Vasconcelos aprecia y describe, con deleite cosmopolita, el flujo de individuos y mercancías en los lugares de frontera y los puertos que visita a lo largo de su vida itinerante; sin embargo, ante cuanto procede de los Estados Unidos salta de la admiración al desdén o al recelo, más aún cuando constata su penetración en las costumbres de su propio país.
En este sentido, el autor traza un retrato nacionalista de la cultura y la sociedad mexicanas, pero crítico y nada complaciente. Como tantos intelectuales de su tiempo, Vasconcelos es un reivindicador del criollismo, de la herencia latina e hispánica de su país y también del mestizaje, de los que sin embargo censura inveterados vicios como la falta de una cultura del ahorro y la iniciativa que caracterizan al poderoso país del norte. En la política, juzga severamente a la masa campesina, indígena o mestiza, esclavizada y manipulable, pero se desalienta igualmente ante sus propios pares, los ciudadanos educados y acomodados a las injusticias del poder. Con todo, la mayor lacra hereditaria que aprecia Vasconcelos en su México es la simbolizada por la vieja divinidad azteca Huitzilopochtli: el sacrificio humano encarnado en la violencia política (cuartelazo y represión) como medio de conquistar el poder y mantenerlo.
Todo memorialismo tiene, aun escrito con la mejor voluntad, algo de exhibicionismo y de falsificación. Después de todo, el autor se ve en la necesidad de rehacerse como personaje literario, en este caso hasta asumir una categoría mítica de Ulises que quizá al lector no le quede totalmente clara. La educación sentimental del protagonista conoce descubrimientos y también desengaños, además de introspecciones en las que se confunden el examen de conciencia, el arrepentimiento o la autocomplacencia, como sucede a menudo al tratar de su agitada vida amorosa y cómo afecta a su desgraciado matrimonio y su distante paternidad.
En cuanto a los otros personajes, son de aparición esporádica dentro de la asendereada vida de Vasconcelos: fuera de las cariñosas semblanzas familiares (es conmovedor el recuerdo de la muerte del hermano, en días en que también agonizan las esperanzas del autor para la nación), se trata de “tipos” que el autor considera representativos de las cualidades o los vicios extendidos en México.
No obstante, cobran especial relieve dos secundarios de signo opuesto. La mayor parte del relato tiene lugar bajo la sombra del viejo dictador Porfirio Díaz, presencia lejana pero recurrente desde la propia memoria familiar, encarnación de una barbarie política contenida pero que no desaparece con su renuncia. Desatada y triunfante, será asumida tanto por la contrarrevolución que defiende la continuidad del porfiriato como por los mismos revolucionarios, ya triunfantes para los años en que Vasconcelos escribe sus memorias. Frente a este sombrío panorama brilla la figura trágica y heroica de Francisco Madero, de quien Vasconcelos será activo colaborador.
El escritor no oculta la devoción por la memoria de su jefe político; primero, en su lucha por la presidencia contra las arbitrariedades y marrullerías del porfirismo; más tarde, durante su breve y agitado ejercicio del poder, en el que es víctima sistemática de la calumnia, la traición y, probablemente, de su propia decencia que le impide aplicar los métodos de sus adversarios. En el último capítulo, titulado “El averno”, Vasconcelos narra con ritmo trepidante su vivencia del golpe de Estado que le costó a Madero el sillón presidencial y la vida. Al concluir el libro, los bárbaros dirigidos por el traicionero general Huerta, nuevo amo del país, proclaman su victoria por las calles ensangrentadas; mientras, el protagonista empieza a tantear la resistencia desde la soledad de su oficina. Desaparecido su principal profeta, corresponde a otros enarbolar la bandera del liberalismo, la modernidad, la civilización y la cultura, pero su destino queda en suspenso… hasta donde alcanza el conocimiento del lector.
Manuel Prendes Guardiola