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Jun

2020

A un mes de su partida

Héctor Martínez Otero: un amigo afable y cercano

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El jueves se cumplió un mes de la partida del ingeniero Martínez, nacido en Sullana (1937) y vinculado estrechamente a Piura, muchos años como ‘servidor público’, en el real sentido de la palabra.

Por Antonio Mabres. 28 junio, 2020.

El viernes 26 fue la Fiesta de San Josemaría Escrivá a quien don Héctor Martínez le tuvo especial devoción y gratitud, por un favor muy especial recibido en 1983.

Han sido muchos años de trato a Héctor Martínez, a raíz de su cercanía con la Universidad de Piura y su amistad con Miguel Ferré, que se inició cuando, en 1978, participó en el primer Programa de Formación Empresarial en Piura, de la UDEP, génesis del Programa de Alta Dirección, PAD, que se comenzó a ofrecer en Lima y dio origen la Escuela de Dirección.

Desde que empecé a tratarlo sentí la grata impresión de estar ante alguien cercano, que ofrecía su amistad generosa, sin barreras; amistad que fue creciendo y ampliándose a su familia; sobre todo, cuando sus hijos ingresaron a la universidad y uno de ellos, Tito, fue mi alumno.

Nunca olvidaré los ratos en su casa, a la espalda del local del Colegio de Ingenieros. Ratos agradables de almuerzo y tertulia, conversando amablemente, en familia. Contagiaban la felicidad que vivían, sin amarguras, sin quejas, con un talante personal y familiar positivo, y un espíritu de lucha para ir adelante.

 

Lo recuerdo con permanente agradecimiento a Dios, especialmente después de un favor muy especial, recibido durante la rara y grave enfermedad que padeció tras los impactos del Fenómeno El Niño de 1983: un virus le ocasionó una parálisis progresiva y lo dejó el resto de su vida en silla de ruedas.

Fervor especial de San Josemaría
 Corría el mes de octubre de 1983.   Héctor estaba hospitalizado en Lima, grave y en la fase final, conectado a un medio artificial de respiración, cuando, mientras estaba solo, un accidente casual produjo la desconexión del conducto de aire. Él no podía llamar a la enfermera, por lo que comprendió que iba a morir: se encomendó a san Josemaría, cuya estampa tenía frente a su vista. En aquel momento, entró una enfermera que pudo reconectar a tiempo el sistema de respiración. Héctor contaba con alegría este favor, agradecido también a Miguel Ferré que le había dado la estampa.

A pesar de estar limitado físicamente, en silla de ruedas, su espíritu se fortaleció: por muchos años viajaba con su auto a Cieneguillo, llevando personalmente la gestión agrícola de su fundo, que producía limones de primera calidad. Desde 1990, adicionalmente, asumió con energía la prefectura y luego la presidencia del Consejo Transitorio de Administración Regional, CTAR, lo que sería luego el Gobierno de la Región Grau, que incluía Piura y Tumbes.

Fueron años duros, agudizados por el terrorismo de Sendero Luminoso, que tuvo amedrentado a todo el país, y por las secuelas de la crisis económica de la década anterior. Como prefecto, le tocó coordinar con la policía, y actuar con inteligencia y firmeza en situaciones muy difíciles, que no debemos olvidar, para agradecer siempre a quienes, como él, supieron resistir y poner las bases para volver a la normalidad.

Uno de los últimos recuerdos, de haber compartido con él, es el de un evento festivo, hace tres años, cuando sus hijos prepararon con cariño una celebración por sus 80 de vida. Después de la misa en el colegio Vallesol, estuvimos en un almuerzo en un ambiente del Country Club, adornado con buen gusto con limones y dibujos alusivos. Nancy y Héctor mostraban su felicidad, rodeados de la ya numerosa familia (4 hijos y 14 nietos) y de tantos amigos. Una felicidad que se contagiaba.

Termino con otra referencia a sus años de prefecto y presidente regional: exageraba, si cabe, la delicadeza por no aprovecharse del cargo para beneficio familiar o de sus amigos. Se ganó el calificativo de “zanahoria”, como me contó un día entre risas, ante mi sorpresa por ese ingenio de la gente de esta tierra a la hora de poner motes y calificativos (en este caso, para referirse a “sano”). No había excepciones ni concesiones, para favores indebidos. Eso sí, tenía la mayor preocupación y afán de aconsejar y ayudar en lo posible a sus colaboradores. Uno de ellos, don Vladimiro Vegas, al que apreciaba mucho, tenía sus hijas en la Universidad de Piura; recuerdo que Héctor me preguntaba y se interesaba por la situación de ellas.

Hace pocas semanas, tuvimos la gran pena de saber de su partida, después de luchar con fortaleza para superar una enfermedad pulmonar que le aquejaba desde octubre, y que finalmente derivó en una fibrosis.

Hemos perdido a un gran amigo, que hizo mucho por Piura, desde cuando era muy joven, como regidor y luego teniente alcalde; que tuvo una permanente abnegación y nunca reclamó consideraciones especiales, pero sí dio siempre un trato especial a todos cuantos acudían a él; y nunca dejó de prodigar un extraordinario amor a sus hijos y a esposa Nancy, de quien dijo alguna vez: “si pudiera la pondría en un altar”.

¡Muchas gracias, Héctor!

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