Agradezco la ayuda de quienes contribuyeron a fortalecer mi confianza en Dios, entendí que no era culpa de nadie, comprendí que la enfermedad es también una oportunidad para unir a las personas.

Por Instituto de Ciencias para la Familia. 23 junio, 2021. Publicado en El Tiempo

Artículo escrito por la Lic. Patricia Agüero.

Siempre recordaré aquella tarde de julio. Luego de los exámenes correspondientes, nos confirmaron que mi padre tenía cáncer en estadio IV; aunque los resultados fueron devastadores, mis hermanos y yo deseábamos asumir con serenidad la noticia y transmitirle tranquilidad y optimismo. Lo único que estaba claro era que debía iniciar cuanto antes el tratamiento. Sentí un profundo dolor, a pesar de mi fe, me costaba mucho asimilar la posibilidad de su partida.

¿Acaso debí estar más pendiente de sus dolencias?, ¿por qué no fuimos al oncólogo antes?, ¿habré sido una buena hija? En el fondo me culpaba por haber ignorado que el cáncer, silenciosamente, estaba acabando con la vida de mi padre. Agradezco la ayuda de quienes contribuyeron a fortalecer mi confianza en Dios, entendí que no era culpa de nadie, comprendí que la enfermedad es también una oportunidad para unir a las personas, no solo con el paciente, sino también a la familia que lo acompaña.

Mirar los problemas y las dificultades como un tiempo para amar más es una experiencia transformadora. Ver como mi padre fuerte, erguido, alegre, poco a poco se fue debilitando, hasta hacerse plenamente dependiente de las personas que lo cuidábamos, fue una lección de vida. Las pastillas, los parches, las inyecciones para el dolor que era cada vez más intenso, serían pronto parte de su rutina que aceptaba sin queja alguna. La enfermedad es fuente de virtud, eso es lo que nos enseñó. Cuánto habrá ofrecido por quienes le queremos.

Después de algunos meses de lucha, mi padre se preparó para partir, recibió los sacramentos y se fue en paz. Tuvo a su esposa al lado, recibió el cariño de sus hermanos, de sus amigos y de sus tres hijos, hasta el momento de su último aliento, rezando y confiando para que Dios lo lleve al cielo. En estos tiempos de pandemia estas circunstancias han sido una bendición, pero ni qué decir su vida y su testimonio callado y auténtico.

Pienso que solo a medida que pasa el tiempo es cuando ponemos en valor a quienes amamos, y que, de la mano de la madurez humana, entendemos que la paz interior es posible, en medio de la alegría y también del dolor, y que el consuelo a veces tarda, pero llega cargado de una sabiduría nueva que marca la ruta de una vida más plena.

A quienes aún tienen a sus padres, aprovechen el tiempo de que disponen (para quien ama es siempre un recurso disponible) para escucharlos, abrazarlos y compartir; el tiempo no tiene retorno y no hay mayor dicha que el deber cumplido con quienes nos dieron la vida y son la raíz de nuestra historia.

Este es un artículo de opinión. Las ideas y opiniones expresadas aquí son de responsabilidad del autor.

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