Por Luis Castillo Córdova.
Por Julio Talledo. 02 mayo, 2011.Una de las premisas relevantes que se emplea en el Derecho es que la Ley no puede formularse de espaldas a la realidad. La Ley no crea las esencias, sino que parten de ellas para establecer los mandatos, prohibiciones o permisiones justas. La Ley electoral niega esta premisa jurídica cuando prohíbe el expendio de bebidas alcohólicas desde 48 horas antes del día de las elecciones hasta las 12 horas del día siguiente de las elecciones.
Si nos preguntásemos por la finalidad de esta prohibición, tendríamos que admitir que es una doble. Por un lado favorecer para que en la mayor medida de lo posible el proceso electoral se desenvuelva con normalidad al evitar los altercados que puedan generarse por el descontrol de personas ebrias; y además favorecer en mayor medida la idoneidad del acto de sufragio de las personas en concreto, debido a que el voto no se emitiría válidamente si el elector se encuentra pasado de copas.
Hay razones para justificar que se trata de una medida legislativa con escasa racionalidad. La primera es que se formula al margen de la realidad, a partir de un supuesto fáctico cuya validez no está acreditada, ni en su intensidad ni en su extensión. Se parte del supuesto de que los días previos a las elecciones, los peruanos nos lanzaremos a los bares y cantinas a ingerir alcohol hasta perder la conciencia de la importancia del proceso electoral, y la voluntad de conducirnos con responsabilidad el día de la votación, con la consiguiente alteración del normal desenvolvimiento de las elecciones. Si alguna vez hubo este riesgo, habrán sido tiempos pasados cuando las formas políticas eran otras, especialmente virulentas, y el electorado era más instintivo que racional.
La segunda es que si fuese verdad que la ciudadanía tendiera a la ebriedad desenfrenada, ese fin de semana de las elecciones, la llamada Ley seca resulta ineficaz, porque esa -supuesta- masa humana ávida de alcohol no es tan torpe como para no hacerse con provisiones suficientes para consumir -incluso más de lo normal por el morbo que genera romper una regla-. Y lo hará en casas particulares o incluso en la misma vía pública, porque el consumo no está prohibido, sino sólo el expendio. Y esto, desde luego, no es admisible, y por el contrario, sirve para comprobar la falsedad del punto de partida: ¿por qué no ha habido disturbios generados por ebrios en las elecciones pasadas? No será por la prohibición misma, sino por la inexistencia del supuesto de hecho del cual parte la norma.
Y la tercera razón es que una tal prohibición legislativa no ayuda a la madurez política de la ciudadanía, pues en el mejor de los casos se fomenta que se hagan o dejen de hacer las cosas, no por propio convencimiento sino por temor a la sanción que conlleva la imposición legislativa. Es claro que se forma a la gente no apelando a miedos y sanciones, sino esforzándose por formar en el convencimiento propio de su racionalidad.
Es de comunidades políticas maduras tomar conciencia de la importancia de la elección del grupo que por cinco años se encargará de gestionar el bien común. A fortalecer esa conciencia se ha de dirigir la actuación de los Poderes públicos. La Ley ha de mostrarse como instrumento eficaz en este cometido, de modo que la meta del legislador no ha de ser una ciudadanía que cumple con su deber no por miedo a la sanción, sino más bien una ciudadanía convencida de la corrección y justicia del deber político.
* Docente de Derecho Constitucional. Universidad de Piura. Artículo publicado en el diario El Tiempo, jueves 7 de abril de 2011.