Por Crisanto Pérez Esain
Por Julio Talledo. 07 octubre, 2013.Después de “Circo de rompe y raja”, peculiar y peruana forma que tuvo Kataplún de celebrar las Fiestas Patrias este año y de su inmersión en la estética oriental en “Fábula de la bondad”, en el pasado junio, asistir a su tercer y más reciente montaje, “Escuela de payasos”, supuso asistir a la consagración, por si quedaban dudas, como uno de los más importantes agentes dinamizadores de la vida cultural en nuestra ciudad.
El montaje de “Escuela de payasos”, que se podrá ver los viernes, sábados y domingos (7:30 p. m.) hasta el 20 de octubre, es sin duda, el más ambicioso, tanto por la duración de la obra (de unos setenta minutos que se hacen muy cortos) y el espacio elegido (el teatro Vegas Castillo, con su escenario de grandes proporciones), como por la extensión de la temporada, de un mes, con tres representaciones semanales.
La obra se ofrece como “el mejor espectáculo para toda la familia”. Se ajusta, por la calidad del texto y la habilidad de su adaptación, a la comedia en su sentido más moderno, planteándonos un espectáculo que ofrece varios niveles de interpretación al mismo tiempo. Así, mientras el espectador infantil no para de reír y de intervenir cada vez que los actores lo solicitan, el adulto permite dar rienda suelta, con sus propias risas de fondo, a reflexiones no tan ligeras sobre el teatro, la educación y la vida.
El autor de la obra, Friedrich Waechler (1939-2005), dibujante, ilustrador y autor de literatura infantil, muestra en su comedia “Escuela de payasos” varias de las constantes de su obra literaria, entre las que podríamos destacar, sobre todo, las de la reflexión sobre el valor de la verdadera educación (o la crítica a la educación más tradicional, encarnada en la obra que nos ocupa por el profesor Paporreta) y el valor de la diferencia.
Todos los personajes que aparecen en el escenario son payasos, representados por su nariz de punta roja y sus grandes zapatones. Todos, además, quedan individualizados por el color de sus zapatos de payaso, de modo que nos encontramos con Azul, Verde, Amarillo y Rojo como alumnos. El único que tiene nombre es el profesor, Paporreta, de zapatones negros. Su nombre y el color de su calzado son claros indicadores de que nos encontramos ante un defensor de la educación más tradicional, y más aún cuando se presenta armado con su palo en ristre, con el que pretende demostrar que el axioma de “la letra con sangre entra” más que un refrán, es la tendencia pedagógica en la que se inscribe.
El recurso de la representación del aula como camino para encontrar golpes cómicos y dar rienda suelta a la sátira y la caricatura no es nuevo. De hecho, los alumnos lo suelen emplear en galas estudiantiles para representar los defectos o particularidades de sus profesores, en muchos colegios y aun en algunas universidades.
No obstante, que se trate de una escuela de payasos es toda una declaración de intenciones. Por un lado, la búsqueda de la comicidad, por otro, las reflexiones sobre el teatro y sobre la vida. Desde la propia escena inicial, en que Amarillo denuncia con su ataque de timidez la presencia de espectadores en el patio de butacas y Verde le anima diciéndole que “son nuestros amigos y son buena gente y están allí, esperando que hagamos cosas”, las barreras entre público y actores comienzan a resquebrajarse. La conocida como cuarta pared, concepto con el que metafóricamente el también alemán y padre del teatro contemporáneo Bertolt Brecht designó a la supuesta barrera que mediaba entre espectadores y actores en una representación, se va haciendo más permeable y porosa, de modo que al final queda totalmente borrada cuando los payasos estudiantes convocan a los espectadores para que acudan, voluntariamente en su defensa, ante la ira del profesor. Este momento, aprovechado por el público infantil para participar de las travesuras de los estudiantes de payaso subiéndose al escenario, constata que el espectador ha tomado partido por los estudiantes en detrimento del profesor.
Así, el público se sabe observador de una realidad a la que se asoma como por una ventana, con la idea de emitir un juicio, en este caso sobre la educación en su modelo más tradicional. La caída final del profesor Paporreta es tomada por nosotros con alivio, pues pensamos que es merecedor de su castigo. Sin embargo, la obra termina no con su caída, ya que será capaz de levantarse y volver al aula, sino con el final de la clase. Se rompe así con el precepto clásico de ofrecer una acción con su principio, su conflicto y su final; todo nos lleva a suponer que la acción fue similar en las clases del día anterior y lo será también en las del día siguiente.
El hecho de que la campana que anuncia el final de un día de escuela señale el final de la obra nos hace pensar que el conflicto perdura en el tiempo y que solo hemos asistido a una muestra de esa educación en la que, lejos de buscar el desarrollo de las capacidades que nos hacen ser nosotros mismos, se pretende igualar a todos, aunque sea a palos, forzando todo lo posible para que los alumnos encajen en el mismo molde, aunque duela. Incluso cuando el profesor Paporreta anuncia, con cierta ceremonia, que desea cambiar de estrategia didáctica, permitiendo que bajo lo que él denomina constructivismo, cada cual represente la escena cómica que desee. Lo hace mal, pues después de guiar a los alumnos bajo un estilo que constriñe sus diferentes personalidades, lo único que consigue es desorientarlos más si cabe.
Como en toda obra de teatro, los actores encarnan las ideas e intenciones del autor y, en este caso, lo hacen con brillantez. Manejan el tiempo de la representación, permitiendo que la risa motivada por los golpes cómicos se suceda sin interrupción, poniendo en juego todas las habilidades de sus miembros, entre ellas el del balanceo por el escenario con las telas colgantes, llenando con sus voces la atmósfera del patio de butacas y dominando con su presencia el amplio escenario con el que cuenta el Vegas Castillo, en el que el armario central al que recurren para disfrazarse cobre un protagonismo particular.
La obra invita a la risa desde el primer momento, pero la risa invita a pensar, a reflexionar sobre la educación que hemos recibido, sobre la que queremos para nuestros hijos, en las aulas y en el hogar e incluso sobre qué tipo de sociedad estamos dispuestos a defender: aquella que da con palo al que es diferente o aquella que integra a todos rescatando lo mejor que cada persona puede dar. No se trata de un teatro didáctico, con moraleja y enseñanza subrayada por la engolada voz de algún actor, sino un teatro que da las lecciones que cada quien esté dispuesto a aprender, como la vida misma.