21

Jun

2015

Dr. Paul Corcuera García

“Ser padre no ha pasado de moda”

En el Día del Padre, el director del Instituto de Ciencias para la Familia reflexiona sobre aquel aporte propio –no exclusivo- del padre, que hay que revalorar de manera permanente.

Por Tania Elías. 21 junio, 2015.

Familia 2

El padre cumple una función fundamental –complementaria a la de la madre– en el desarrollo afectivo y equilibrado de los hijos. En este artículo me gustaría reflexionar sobre aquel aporte propio –no exclusivo- del padre, que hay que revalorar de manera permanente.

El padre ayuda a los hijos a ejercer mejor su libertad y su responsabilidad (dos caras de una misma moneda), y  forjar su propia independencia. Es el ejemplo de principios y valores, establece las normas, protege y da seguridad (mata a todos los miedos de los hijos), enseña lo que se sabe y da testimonio con firmeza. Brinda amor y ello implica, por su parte, un esfuerzo grande para organizar su apretada agenda y dedicar tiempo a los hijos (por ejemplo, el jugar juntos les da un mensaje claro: “mi padre es capaz de separar tiempo suyo porque me valora, quiere estar conmigo, y se divierte”); para hablar con ellos, saber qué les ocurre, qué piensan y, de acuerdo a ello, poder orientarlos. Los consejos deben ir acompañados de sentido del humor, para que no se ahoguen en un vaso de agua y tengan la perspectiva de la vida.

Un buen parámetro para determinar el amor real del padre hacia sus hijos es preguntarle cuándo fue la última vez que ha hablado con su hijo/a en serio, de preocupaciones, inquietudes y problemas que a éste/a le afectan; o, en otro contexto, con qué frecuencia lo hace. Tal vez nos llevemos más de una sorpresa. Y es que conviene recordar que una de las dinámicas tendenciales del amor humano es la unidad, estar el mayor tiempo posible con la persona amada. Esto debe demostrarse en la práctica para que sea real (se puede aplicar lo mismo del amor hacia la esposa). El lenguaje popular lo reconoce: “obras son amores y no buenas razones”.

El padre debe aprender a corregir a los hijos. Siempre habrá que decirles las cosas buenas que hacen y promoverlas, pero también las cosas que no hacen tan bien (como el orden en la casa, en el cuarto, el cuidado del horario en el uso de los medios electrónicos, etc.), y no hay que ceder en esto, aunque nos parezca que no hacen caso. No estaremos siempre con ellos; entonces, o los hemos formado bien o lo pasarán mal.

En el proceso de formación de la personalidad, el padre aprende a esperar y a perdonar, sabiendo que debe dar tiempo a cada uno según sus circunstancias, porque el proceso de madurez es distinto. Así, no da al hijo inmediatamente lo que necesita, para que aprenda a desarrollar su propio autocontrol y que no todo se consigue al instante. Es necesario enseñarle a ganar –luchar por conseguir las metas– pero también a perder, porque les pasará muchas veces en la vida (puede no encontrar la mujer de sus sueños, el trabajo deseado, la situación económica ideal, etc.).

El padre que no está
Aunque hemos mencionado varios rasgos del aporte del padre, la situación global –nuestro país no es la excepción– muestra un número de madres solteras creciente en todo el mundo. Por ejemplo, en Estados Unidos, siendo un país desarrollado, uno de cada tres niños crece sin padre. Las “familias sin padre” constituyen la tendencia demográfica más perjudicial de esta generación, el daño de mayor gravedad hacia los niños: las investigaciones demuestran que hay 24,7 millones de niños norteamericanos en esta situación (36,3%) un número mayor que el de americanos afectados por cáncer, Alzheimer y SIDA juntos.

Según Blankenhorn, presidente del Instituto para los Valores Americanos, en este siglo la sociedad se dividirá prácticamente al 50% en dos grupos diferenciados, no por razón de raza, clase o religión, sino: uno, constituido por aquellos niños y jóvenes que han recibido los beneficios (psicológicos, sociales, económicos, educativos y morales) de la herencia vital de la presencia de un padre implicado en la familia; y otro, formado por aquellos que carecieron de ella.

Pero podríamos pensar que esto se debe a la ausencia física del padre (que en nuestro país alcanza al 30% de los hogares), pero hay un fenómeno también creciente  que los psicólogos denominan “síndrome de la función paterna en fuga”: aunque el padre está presente físicamente no ejerce su papel. Y esta situación puede ocurrir en cualquier de las familias.

Ante esta realidad en la que las madres deben asumir toda la función social y educativa –por eso los grandes esfuerzos de las madres solteras se deben valorar siempre-, se favorece, en general, personalidades individualistas. La gran pérdida cultural es de la paternidad como función insustituible y vital. Sufrimos lo que David Gutmann, profesor de la Universidad de Nothwestern, denomina la “desculturización de la paternidad”, cuyo efecto más palpable es la fragmentación de la sociedad en individuos aislados unos de otros, y extraños a las necesidades y bienestar que demanda la familia, la comunidad y el país.

Rescatar la figura paterna
El modelo social dominante es el consistente en la relación madre-hijo. Y el padre suele ser apreciado y aceptado en la medida en que sea como una “segunda madre”; papel reclamado en muchas ocasiones por las propias mujeres que les recriminan no cuidar, atender o entender a los niños de la misma manera como ellas lo hacen.

En este clima, el padre asume su propia autoridad como un freno, por lo que intenta ser “amigo” de su hijo en lugar de ser “padre”, que es lo que le corresponde. Esto se evidencia, por ejemplo, en los padres de parejas separadas o divorciadas que solo ven a sus hijos algún fin de semana y acaban cambiando la relación padre-hijo por una relación de compañeros. En lugar de ayudar con los deberes o formar en valores con exigencia, prefieren el camino sencillo llevando a sus hijos de compras, al cine o a cenar. Los estudios demuestran que en muchos casos los padres divorciados poco a poco van perdiendo el contacto hasta que finalmente dejan de ver a sus hijos definitivamente. La sociedad ha devaluado progresivamente la función paterna.

En cierta manera esta situación se manifiesta en la sociedad a través del individualismo imperante: erróneamente importa más lo que las personas “hacen” que lo que las personas “son”, incidiendo en el aspecto funcional de la relación. Es lo que nos advertía Carlos Llano, las relaciones actuales rebajan la dignidad de las personas y éstas pasan a ser módulos funcionales. Esto tiene un riesgo claro; cuando alguien no “me sirve” (aspecto funcional) lo cambio por otro, como si se tratara de una pieza. Lamentablemente es una forma de concebir el mundo, una forma de concebir el matrimonio y la familia.

La figura paterna debe, pues, revalorizarse. Él, junto a la madre, puede influir de manera estable y permanente en los hijos. Y ambos, padre y madre, si fortalecen su amor real, si se sacrifican, si se ríen juntos, si se respetan mutuamente, si conversan y hacen planes con ilusión, si se muestran el cariño de manera pública, son un “libro abierto” del cual los hijos pueden aprender lo más importante de la vida. Y es que la tarea de ser padres, lo sabemos, no termina nunca.

Paul Corcuera García
Director – Instituto de Ciencias para la Familia
Universidad de Piura

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