Homilía del P. Carlos Guillén, coordinador de Capellanía de la Universidad de Piura –Campus Lima, con motivo de los 40 años del tránsito al cielo de san Josemaría.
Por Dirección de Comunicación. 26 junio, 2015.Queridos hermanos:
En la segunda lectura hemos escuchado al apóstol diciéndonos que el Espíritu de Dios y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: ¡que somos hijos de Dios! Esta es una de las verdades fundamentales que trató de transmitirnos san Josemaría con toda su vida. No hay anuncio más importante qué hacer al hombre, que hacerle tomar conciencia de que es hijo de Dios. No hay sorpresa más grande, ni alegría más profunda, que cuando el hombre descubre cuál es su relación con el Dios que creó el mundo: ¡es mi Padre! ¡soy su hijo querido! Descubrir esto le puede cambiar la vida a una persona.
Y definitivamente le cambió la vida a aquel sacerdote joven que, por encargo divino y sin buscarlo él, fundó el Opus Dei a los 26 años. Le cambió la vida porque se le llenó de amor: de amor a Dios, su Padre, y de amor a los demás hijos de Dios.
Cuando la vida se llena de amor, cambia. Quizá se hacen las mismas cosas que antes, incluso las mismas cosas día tras día siempre, pero si son una manera para expresarle mi amor a la persona que amo, entonces tienen algo de novedad y de grandiosidad: son mi lenguaje para vivir ese amor con la persona amada.
Pienso que la santificación del trabajo que san Josemaría predicó tiene su raíz aquí. Un hijo de Dios, recibe el mundo como un regalo de su Padre amado, y a cambio le presenta ese mismo mundo perfeccionado por su trabajo como un regalo de amor. En ese marco se mueve la santificación del trabajo, y de todos los deberes familiares y sociales, y de todas las realidades humanas nobles.
Y entonces se aprende a trabajar con otra cara. No con “cara de funeral”, como le gusta decir al Papa Francisco de algunos cristianos; sino con otra mirada, con otra actitud: la propia de un hijo de Dios que está en presencia de su Padre y entabla un diálogo permanente con Él. Un diálogo hecho de palabras, de acciones, de pensamientos, de afectos, de miradas, de regalos. El trabajo se convierte entonces en un medio de expresar el amor.
El gran privilegio del hombre es poder amar. Por eso, enseñaba él, el hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo es así oración, acción de gracias, porque nos sabemos colocados por Dios en la tierra, amados por Él, herederos de sus promesas (Es Cristo que pasa, 48).
Definitivamente esta enseñanza ha cambiado la vida de muchísimas personas que escuchando al Fundador del Opus Dei, han aprendido a no hacer del trabajo una tragedia repetitiva e inevitable, ni tampoco una máquina de hacer dinero o una fuente de afirmación personal, sino el medio por el cual servimos a Dios Padre y ayudamos a redimir el mundo junto a Cristo y llenos del Espíritu Santo. Te santificas, santificas lo que haces y santificas a los demás y al mundo a través del lugar que tienes y de las acciones que realizas cada día. H cambiado tu vida.
Igualmente, cambia la vida de una persona cuando se da cuenta que el mundo está lleno de hijos de Dios. Como que las relaciones humanas –que de por sí tienden a ser tan complejas–se simplifican bastante, y uno está más seguro de qué quiere Dios de cada uno con respecto a la gente que le rodea.
Piensa en los demás –antes que nada, en los que están a tu lado–, escribió san Josemaría, como en lo que son: hijos de Dios, con toda la dignidad de este título maravilloso. Hemos de portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios: el nuestro ha de ser un amor sacrificado, diario, hecho de mil detalles de comprensión, de sacrificio silencioso, de entrega que no se nota (Es Cristo que pasa, 36).
¿Qué nos pide Dios, por tanto? Que nos portemos como hijos de Dios con los hijos de Dios. Esa es la Voluntad del Padre. Si lo meditamos y lo hacemos, adoptándolo como una forma de vida, nuestra existencia se llenará de paz y alegría, y llenaremos también de paz y alegría a los que nos rodean. Les ofreceremos un amor, una caridad, que se convertirá para ellos en un camino para llegar hasta Dios.
De manera especial, esto habría que aplicarlo a la familia, donde nuestro primer Gran Canciller nos ha dejado también enseñanzas valiosísimas para poder santificar la vida diaria en el hogar. Explicaba, por ejemplo, en una entrevista que: cada uno de nosotros tiene su carácter, sus gustos personales, su genio –su mal genio, a veces– y sus defectos. Cada uno tiene también cosas agradables en su personalidad, y por eso y por muchas más razones, se le puede querer. La convivencia es posible cuanto todos tratan de corregir las propias deficiencias y procuran pasar por encima de las faltas de los demás: es decir, cuando hay amor, que anula y supera todo lo que falsamente podría ser motivo de separación o de divergencia (Conversaciones, 108).
Para vivir así, felices por ser hijos de Dios, felices junto a los demás hijos de Dios, santificando y santificándonos en la familia que Dios nos ha dado aquí en la tierra, vamos a pedir la ayuda de la Sagrada Familia y la intercesión de san Josemaría. Él solía decir hacia el final de su vida: desde el Cielo os podré ayudar mejor. De hecho estará siendo así, desde hace ya 40 años.
Podemos estar seguros que desde junto a su Padre Dios, a quien tanto amó en la tierra, nos mirará con cariño porque vivimos cerca de la Obra que fundó por querer divino, y nos ayudará a convertir todos los momentos y circunstancias de nuestra vida en ocasión de santificarnos; esforzándonos por vivir como auténticos hijos de Dios, que tienen que ser santos como su Padre celestial es santo. Así sea.