El sábado, en la Feria Internacional del Libro que se desarrolla en Piura, fue presentada la obra ganadora del III Premio Altazor de Novela “La última muerte de Silvino Forossi”, del escritor Crisanto Pérez Esain.
Por Manuel Prendes Guardiola. 12 septiembre, 2016.
En su anterior libro de cuentos “La casa escondida” (Lima, Casatomada, 2013), Crisanto Pérez daba a conocer a sus lectores diversas historias de San Miguel, trasunto imaginario de la ciudad donde desde hace muchos años vive y trabaja como profesor de Literatura de la UDEP.
Como en aquellos relatos, la ambientación y los personajes de “La última muerte de Silvino Forossi” transmiten una fuerte sensación de realidad, sin que por ello podamos considerarla una obra ‘realista’. Las vivencias o las personalidades más o menos excéntricas de muchos personajes, vistas por separado, no resultan ciertamente inverosímiles –el mundo es ancho y diverso–; sin embargo, juntas todas ellas en la brevedad de esta novela (130 páginas), conforman un retablo de vivencias con mucho de sueño y poesía.
El relato se construye sobre la evocación retrospectiva que hace el agonizante protagonista. Silvino Forossi abandona su selva natal para recalar en San Miguel, donde triunfa como fotógrafo y en cuya Plaza de Armas se enamora fatalmente de la distinguida Herminia, lo cual convierte su historia en una larga y paciente espera de matrimonio. La novela no incurre, sin embargo, en los tópicos de “El amor en los tiempos del cólera” ni de “Al fondo hay sitio”, como tampoco reposa su historia exclusivamente en las tribulaciones amorosas del protagonista.
Si hoy día se acepta que el género de la novela consiste más en la expansión que en la extensión, en la creación de un mundo coherente y rico que en la acumulación de sucesos, “La última muerte de Silvino Forossi” logra este fin, sobre todo, mediante la creación de sus variados personajes, a menudo dominados también por alguna pasión a la que entregan vida entera, y con gran dignidad ante el fracaso: Santos Notario el enemigo de las rayas, el piadoso don Abundio, Javier el consumado barman, la hospitalaria doña Carmen… Algo más desdibujado, curiosamente, podría resultar el personaje de Herminia, probablemente debido a que para Silvino significará más un ideal perseguido que una larga convivencia.
En cuanto al héroe, aparece como un soñador discreto, de poca importancia social pero cuyo oficio lo lleva a mirar forzosamente a los demás, sin ser visto. Su perspectiva es fundamental, desde el propio arranque: el lector debe aceptar, con la naturalidad con que suceden siempre los prodigios (cosa que nos hace olvidar la falsa pirotecnia del cine), cuanto percibe Silvino, desde las muy piuranas lechuzas que rondan su lecho de muerte hasta las inesperadas auras que su cámara detecta en los retratos de difuntos. La misma cámara ante la cual se eleva la plaza entera, ingrávida como un sueño, cuando percibe con su lente, por primera vez, la presencia de Herminia.
Se nota el oficio de cuentista del autor en la alta concentración de su prosa: nada sobra ni en los episodios ni tampoco en el estilo. Como Silvino, el narrador sabe cómo no hacerse notar, cada frase tiene un peso significativo pero “sin darse importancia”, con naturalidad y serenidad, que se agradecen frente a la voluntad de tantos escritores de “epatar” con el símil rimbombante o la palabra más rara que expresiva. Juzgo admirable su capacidad de sugerencia de los espacios y las sensaciones; por ejemplo, el difícil mundo de los olores. Asimismo, la precisión con que modela el tiempo del relato y se vale de la sorpresa o del suspenso al presentar las distintas muertes que encadena el protagonista.
Muerte y tiempo son, sin duda, las claves de la novela. La muerte que pasa de cerca tantas veces y amenaza o se lleva a los más próximos, más las pequeñas muertes sucesivas en la pérdida de cuanto se ha integrado a la vida personal. Será por eso que no pocos objetos de la novela adquieren el carácter de personajes: un misterioso violín Stradivarius, una vieja máquina fotográfica, el castaño de un jardín o, por encima de todos, la casa , lugar que acaba adquiriendo mayor presencia como lugar que congrega a los vivos y a los muertos.
En cuanto al tiempo, arrastra al protagonista velozmente, cuando no se detiene morosamente, en los momentos culminantes de su existencia. Los vaivenes de la fortuna personal de Silvino dependen mucho de que no solo cambia él mismo sino el mundo a su alrededor: pasan el gobierno militar, la carestía y el terrorismo; las casonas de la ciudad son abandonadas y su aristocracia se arruina, los transeúntes con sus propias cámaras fotográficas dejan de requerir los servicios del héroe cuya obra (que no son solo sus fotos) le rodea en su última hora como los restos de un naufragio con que trata -para eso es la memoria- de armar un sentido que llevarse al otro mundo.
(Artículo publicado en el suplemento semana del diario El Tiempo, el 11/09/2016).