Muchos padres están pasando más tiempo con sus hijos que el que han pasado nunca, y que el que nunca volverán a pasar.
Por Juan Francisco Dávila Blázquez. 24 abril, 2020.Si lee usted este artículo, quiero asumir que no enfrenta la quiebra de su negocio, o no prevé quedarse sin empleo cuando la cuarentena termine. Quiero asumir también que no ha perdido ningún ser querido por la pandemia. Quiero asumirlo.
No sé si, cuando termine la amenaza del virus, los ciudadanos querremos volver a vivir como en febrero de 2020. Me explico. Mucho se habla del descenso de la contaminación y del retorno de aves a las costas peruanas. Poco, o nada, se habla del silencio. Vivo en una zona tranquila, especialmente de noche, pero desde que empezó la cuarentena, el silencio de la calle es abrumador. Salvo por las sirenas del serenazgo a las ocho y las carreras de los niños de los vecinos de arriba, no se oye más que el viento y los cantos de los pájaros.
Pienso en la diferencia brutal para quienes viven en avenidas congestionadas, despiertos habitualmente desde temprano por los bocinazos y los motores de autobuses de cincuenta años de antigüedad. Ahora, dormimos hasta una hora prudente, sin que ningún ruido altere nuestras fases REM de sueño. Y no tenemos que cerrar la ventana para que el escape libre de alguna motocicleta no perfore nuestros tímpanos.
Pienso en el tráfico. En los días previos a la cuarentena, cuando ya la gente estaba asustada, resultaba mucho más fácil manejar por la ciudad, lo cual muestra que buena parte de la congestión vehicular de lunes a viernes no es por gente que va a trabajar, sino por movimientos evitables: una gestión en el banco que se podría hacer por Internet, una reunión sencilla que se podría sostener por videoconferencia, una compra que se podría evitar si se planificara mejor. El tráfico de una ciudad cosmopolita como Lima, de diez millones de habitantes y una sola línea de metro —la segunda aún sigue en construcción— es insufrible.
Los niños. Muchos padres están pasando más tiempo con sus hijos que el que han pasado nunca, y que el que nunca volverán a pasar. Si no son de esos ciegos que no quieren ver, ya habrán descubierto en ellos comportamientos que desconocían y caracteres que ignoraban. Ya sabrán qué estudian en el colegio y cómo se llaman sus compañeros de clase. No tengo claro si, después de esta convivencia, los padres se conformarán con hablar a sus hijos una hora antes de dormir.
Algún día los medicamentos evitarán que el Covid-19 sea mortal, y las muestras de detección serán tan accesibles como los test de embarazo. Si ese día todo vuelve a ser como en febrero del 2020, habremos tirado por la ventana una oportunidad de oro.
(Este es un artículo de opinión. Las ideas y opiniones expresadas en él son de responsabilidad del autor).