En estos tiempos de pandemia hemos aprendido a valorar cosas que dábamos por descontadas: el saludo presencial a un amigo, un pariente; salir a pasear o hacer deporte; celebrar una reunión familiar, entre otros.
Por Jaime Millás Mur. 25 mayo, 2020.En estos tiempos de pandemia hemos aprendido a valorar cosas que dábamos por descontadas: el saludo presencial a un amigo, un pariente; salir a pasear o hacer deporte; celebrar una reunión familiar o con compañeros de trabajo. Parece que, a veces, necesitamos carecer de algo para valorarlo. Ciertamente, la valoración es algo que nos permite ver la importancia que damos a las personas, cosas o acontecimientos. Sin embargo, nuestra valoración no necesariamente coincide objetivamente con el verdadero valor, como seguramente nos pasaba cuando no valorábamos tanto el contacto presencial y que ha pasado a ser un artículo de lujo.
En la actualidad nos gusta hablar mucho de valores; sin embargo, prefiero hablar de virtudes, que no dependen de la valoración que les demos. Las virtudes son lo que hace buena a una persona. Aristóteles, en “La ética a Nicómaco”, nos explica que para mejorar hay que adquirir hábitos buenos, que es justamente la definición de virtud. Los antiguos filósofos griegos, desde Sócrates, hablan de la sabiduría, que no consiste en un simple conocimiento, sino en llevar una vida sabia: cambiar la “buena vida” por la “vida buena”. Se dieron cuenta de que somos seres racionales y lo nuestro no es vivir como animales sino como seres inteligentes y libres. Los estoicos, inspirados en Platón y Aristóteles, concretaron esa forma sabia de vivir en cuatro virtudes: prudencia (la frónesis, φρόνησις, aristotélica), justicia, fortaleza y templanza (sofrosine, σωφροσύνη).
Estas cuatro virtudes son las principales: dos tienen relación con las más altas potencias del alma (inteligencia y voluntad) y dos con la afectividad y el cuerpo, con las apetencias de placer y de lucha por los ideales nobles, que se corresponden con los caballos negro y blanco del mito del carro alado, de Platón.
La virtud que perfecciona la inteligencia para guiar el carro es la prudencia. La que regula los deseos de placer, la templanza. La que ayuda a resistir con ánimo las dificultades para conseguir los ideales, la fortaleza. La que hace más perfecta la capacidad de decidir, que es la voluntad, se llama justicia.
Estas virtudes (prudencia, justicia, fortaleza y templanza) se erigen como pilares del humanismo clásico propugnado, entre otros por el romano Cicerón, quien trató de inculcarlas en su hijo Marcos que vivía en Atenas, algo así como Oxford o Harvard actuales, y para ello escribió un tratado acerca de “Los deberes” en el que distingue lo útil de lo honesto. Útil es lo que nos proporciona un beneficio personal y honesto lo que es justo en sí mismo. Cicerón defiende la búsqueda de la honestidad por encima del beneficio y el gusto o la ambición propias.
También Séneca, en sus “Epístolas Morales” a Lucilio, refiere lo que deben ser ideales de vida y subraya las virtudes de la sobriedad, el desprendimiento de las pasiones, el equilibrio, la paz, la búsqueda del bienestar público y la benevolencia.
La búsqueda de la excelencia personal pasa por la adquisición de estas cuatro virtudes que llamamos cardinales, del latín cardo-inis, que significa quicio, gozne de una puerta, alrededor del que giran las demás virtudes, es decir son las principales o fundamentales.
(Este es un artículo de opinión. Las ideas y opiniones expresadas aquí son de responsabilidad del autor).