Es una ocasión sin precedentes para reflexionar sobre nuestro pasado y nuestro presente; para reafirmar nuestro rol ciudadano de cumplimiento de nuestros deberes y de vigilancia de nuestros derechos.
Por Elizabeth Hernández. 26 julio, 2020.El calendario cívico y las fiestas patrias nos han recordado siempre la fecha en que José de San Martín, desde distintas plazas de Lima, proclamó la independencia que hacía pocos días –el 15 de julio– el cabildo de la capital había declarado. Sin embargo, esta proclamación no se hubiese realizado sin acontecimientos previos inmediatos y sin procesos anteriores de largo alcance.
Se ha establecido como fecha de inicio del proceso de la independencia, el levantamiento de Túpac Amaru II (1780). Los historiadores no se ponen de acuerdo en si este curaca tuvo como objetivo la independencia del Perú, si quiso una inversión del “mundo”, o si, como afirma Scarlett O’Phelan, se levantó no por separarse de España sino en contra de las reformas tributarias, y él, comerciante y arriero, se veía afectado por esa nueva política.
Al margen de si Túpac Amaru II quería o no la independencia, hay algo que sí ocurrió: las elites cuzqueñas (que no habían participado del movimiento) y las elites peruanas tuvieron miedo al desborde de las masas indígenas, pues las huestes de Túpac Amaru II habían demostrado mucha crueldad.
Ese miedo renació cuando llegaron al Perú noticias de los destrozos durante la revolución francesa (1789) y de las muertes en la independencia de Haití (1804); y renació también con la revolución de los hermanos Angulo y de Mateo Pumacahua (1814). Entre medias, hubo otros movimientos. De tal manera que la sociedad peruana que llegó a 1821 estaba curtida en revoluciones sociales y en sus consecuencias. No obstante, dos ideas clave están presentes en este rápido recuento: hubo temor de un lado de la sociedad; pero, además, distintos actores y sectores empezaron a manejar ideas de libertad, igualdad, derechos e independencia.
Las regiones en el proceso independentista
Un asunto importante para destacar en esta historia es el papel fundamental de las regiones en la independencia. El piurano Luis A. Eguiguren fue uno de los primeros que realizó estudios importantes en esta línea a inicios del siglo XX. Pero es, sobre todo, en el siglo XXI que se está reivindicando una mirada regional del proceso y, sobre todo en este último lustro, las publicaciones y reuniones académicas incluyen estudios regionales.
Esta perspectiva hace justicia a las regiones. Solo pongo dos ejemplos de su importante lugar. San Martín entró a Lima en julio de 1821 luego de que Guayaquil y el norte peruano proclamaran su independencia, cortando las provisiones desde aquellos espacios; lo mismo pasó al sur de Lima; e igual sucedió con Lord Cochrane bloqueando el puerto del Callao. San
Martín ahogó a Lima –idea original de los patriotas peruanos- cuando las provincias clave decidieron sumarse a la causa patriota y el virrey La Serna había abandonado la capital para rearmar su ejército en la sierra. Y el segundo ejemplo es conocido por todos: la consolidación de la independencia se desarrolló en Junín y Ayacucho, es decir, en las provincias, habida cuenta de que Lima en 1824 había vuelto a ser realista. San Martín es un hito, Bolívar es otro. Entre ambos hay un tema más que quiero señalar.
La independencia hace dos siglos
Ahora mismo, identificamos la palabra independencia como el antecedente lógico de la república y la democracia. Sin embargo, para un sector importante de gente, independencia significaba inversión del orden social, desborde popular, persecución, pérdida de la vida y de los bienes. ¿No fue eso lo que pasó en Francia con Robespierre y la Convención?
Entonces, para algunos la palabra independencia era el caos absoluto. Pero, para quienes apostaron por la ruptura, independencia significaba la no dependencia hacia una metrópoli, la autonomía en la toma de decisiones, el inicio de un gobierno libre y la consecución de derechos. Para ese sector de patriotas, independencia significaba igualdad. Pero no suponía la igualdad de todos ante la ley; significaba la igualdad de oportunidades en el acceso a los cargos importantes de la administración pública y la libertad de impuestos. Las elites, que fueron las que finalmente condujeron el proceso, no estaban pensando en que todos tuviesen los mismos derechos. Para la época, y debido a su formación, eso era inconcebible. De hecho, el liberal José de San Martín no dio la libertad absoluta a los esclavos; eso lo hizo Ramón Castilla pagando por cada esclavo liberado.
Para muchos patriotas, finalmente, la independencia no venía de la mano de una república sino de una monarquía. El propio José de San Martín planteó el establecimiento de una monarquía peruana con un príncipe traído de Europa. De esa misma línea era José de la Riva Agüero, quien pensó un sistema monárquico para toda América Hispana también con príncipes de casas dinásticas europeas. Al final, luego de encendidos debates, triunfó la república. De manera que la independencia podía significar cosas distintas para los protagonistas del momento. Lo que sí es claro es que todos los que apostaron por la causa patriota –monárquicos o republicanos- tenían la idea de un nuevo comienzo, de nuevas realidades, de intereses individuales –que no faltaron, es verdad- pero sobre todo de promesas de mejora en todos los ámbitos en ese camino hacia un nuevo estado.
¿Qué nos falta como país?
Ad portas de la conmemoración oficial del bicentenario –o de los bicentenarios- es bueno detenernos a pensar en aquellas cosas que nos faltan como país. En su momento varios lo hicieron. Cómo no recordar a Manuel González Prada que, luego de la derrota en la guerra del salitre, desató un discurso visceral y poderoso sobre lo que nos faltaba como nación.
Pero, sin caer en una mirada únicamente negativa –que la situación actual puede movernos a ello-, sí que hay que ser conscientes de que, sobre todo, las clases dirigentes han olvidado un proyecto nacional que incluya a todos. Y ese proyecto pasa por la alimentación, la salud, la vivienda digna, las comunicaciones y, entre otros bienes, la educación.
Un estado que descuida sus carreteras no incluye a quienes están lejos de las ciudades capitales. En lugar de “carreteras” pongamos otro servicio básico y tendremos la misma conclusión. Escolares caminando varios kilómetros para llegar a un lugar donde haya señal radial y así puedan escuchar sus clases, da cuenta de una dolorosa realidad a la que no le hemos prestado suficiente atención. Somos frágiles como sociedad. La explotación laboral, la intolerancia, la discriminación, el racismo, la delincuencia, la violencia familiar y social campean a sus anchas y nos dejan cifras espeluznantes cada mes. Y parece que recién hemos caído en la cuenta de que nuestra pujante economía se sostiene con un alto porcentaje de informalidad o de “emprendedores” que no les ha quedado otro recurso que serlo para sobrevivir.
Ya no queda nada para conmemorar oficialmente el bicentenario. Es una ocasión sin precedentes para reflexionar sobre nuestro pasado y nuestro presente; para reafirmar nuestro rol ciudadano de cumplimiento de nuestros deberes y de vigilancia de nuestros derechos; para contribuir con la justicia social y el bien común, basamento de las sociedades libres y democráticas; y para hacer realmente efectivos los ideales de libertad con los que muchos patriotas soñaron. Con toda nuestra historia sobre las espaldas, es nuestro deber volver a comenzar.