La solidaridad, vivida no como una mera estrategia sino como un valor, lleva a tener en cuenta que la acción de cada individuo repercute en el resto de la comunidad.
Por Carlos Guillén. 03 agosto, 2020.Aunque con bastantes dificultades, hemos terminado -con mucho esfuerzo y con mucho mérito- nuestro primer semestre académico. Ahora, debemos comenzar a prepararnos para el siguiente; que, por muchas razones, pienso que será mejor. Como parte de esta preparación, tomemos un momento para hacer una reflexión que nos guíe en la segunda mitad del año.
El peligro no ha desaparecido, pero ya estamos intentando restablecer nuestra vida de la manera más normal posible. El reto que se nos plantea es interactuar con unos niveles de bioseguridad que no usábamos antes. Ciertamente, esto es positivo para la salud.
Pero, hay otra consecuencia no tan positiva: las relaciones sociales se han convertido en interacciones temerosas entre personas anonimizadas por los equipos de protección. En algunos casos, la necesaria prudencia se ha transformado en una mirada de desconfianza. Así, el otro se ha convertido en un extraño, cuando no en una “amenaza” para mi salud.
Nuestra fe se revela ante semejante perspectiva. Para un cristiano, el otro -sea quien sea- es mi hermano. Por eso, el Santo Padre nos advirtió desde el comienzo de su pontificado acerca de los peligros del individualismo, de una anti-cultura de indiferencia hacia la comunidad y de descarte de los más vulnerables. Tendremos que estar atentos para no llevar la “nueva normalidad” por esos derroteros.
Responder todos unidos
Es el momento para pensarnos junto a los demás. «Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca», dijo Francisco en un momento especial de oración por la pandemia. «Todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos». No es el tiempo de la indiferencia ni del egoísmo ni de la división, ni tampoco del olvido.
De hecho, en nuestras familias hemos tenido que hacer muchas cosas pensando en los demás: en su salud (cuidarnos para cuidarlos), en sus limitaciones (ofrecernos a hacerles las compras), en su teletrabajo (guardar silencio, hacerles un espacio, compartir equipos). Y pienso que esto ha sido una gran lección.
En muchas profesiones, no sólo en el ámbito médico, se ha hecho patente que el trabajo va más allá de las prestaciones económicas. Ese también es un recordatorio valioso de la dimensión de servicio inherente a todo trabajo, que depende de la intención que le pongamos al hacerlo, y que, como enseñaba san Josemaría, es una forma de mostrar amor, algo tan propio del ser humano.
“Una emergencia como la de COVID-19 es derrotada en primer lugar con los anticuerpos de la solidaridad”. De muchas fuentes hemos recibido este mensaje y nos alegra ver cómo la solidaridad, una vez más, ha hecho posible aquello que de otra manera no se hubiera podido hacer. Ojalá esto sirva de contrapeso a la tendencia individualista y sea la respuesta que sigamos dando en los próximos meses.
Al igual que cuando vivimos el Niño Costero, se han visto, gracias a Dios, numerosas acciones realizadas en favor de los más afectados. Destaco las iniciativas que se han podido coordinar alrededor de las parroquias: campañas por oxígeno, atención médica y psicológica a los contagiados y a sus familiares, donaciones de medicamentos y víveres, mercados seguros, etc. Igualmente, me parece justo visibilizar lo que constantemente hace Cáritas a nivel nacional e internacional, y la preocupación del Papa, que ha donado equipo médico (como ventiladores mecánicos) a diversos países y ha creado un fondo económico en la diócesis de Roma para ayudar a los trabajadores más afectados a causa del COVID-19.
Lo que esperamos de las políticas públicas
Por contraste, pareciera que el ámbito de la política se ha quedado rezagado. La falta de unión entre autoridades municipales, regionales y nacionales ha sido notoria, y no ha permitido hacer todo lo que se esperaba en favor de la población. Incluso a nivel internacional -salvo algunos gestos de ayuda puntuales- el cierre de fronteras ha significado tácitamente que cada gobierno se preocupa sólo de su país.
Curiosamente, desde el punto de vista público, da la impresión que se está tratando esta pandemia como si cada uno pudiera resolver solo “su” parte del problema. Si es la globalización la que nos ha traído este problema, para solucionarlo ¿cómo no tener en cuenta la interconexión que existe de facto en el mundo actual? Pero ni siquiera esto será suficiente. Se hace necesario apelar a una conducta solidaria, que no es lo mismo que decir “global”, y que no se da de forma automática.
La solidaridad, vivida no como una mera estrategia sino como un valor, lleva a tener en cuenta que la acción de cada individuo repercute en el resto de la comunidad; que la resistencia de una cadena se mide por el eslabón más débil y eso significa prestar una atención especial a aquellos que no sólo se encuentran más vulnerables, sino que además no cuentan con los medios para pagar estas atenciones; que hay ciertos estándares de seguridad que son necesarios pero que sólo son sostenibles en los países con mayor ingreso económico, de manera que algo hay que hacer para ayudar a aquellos que no pueden vivir en este tipo de aislamiento para que puedan hacerlo, de lo contrario la pandemia no se acabará, etc.
La Pontificia Academia para la Vida ha sido clara al decir en un documento reciente que «centrarse en la génesis natural de la pandemia, sin tener en cuenta las desigualdades económicas, sociales y políticas entre los países del mundo, es no entender las condiciones que hacen que su propagación sea más rápida y difícil de abordar» (“La comunidad humana en la era de la pandemia”, 22 de julio de 2020).
Ciertamente, el empeño por incorporar la solidaridad a nuestra vida nos exigirá un continuo esfuerzo de conversión, porque no se trata de un genérico “ayudar a los que sufren”, sino de un volver a modelar nuestras relaciones sociales para que sean más justas hacia las situaciones objetivas que viven los más vulnerables. No por mera empatía, sino porque es la respuesta justa que merece la dignidad de aquella persona que necesita atención. Y esto a todos los niveles.
Es grande la tarea y tenemos el reto de asumirla, sin nostalgia del pasado, sin paralizarnos ante el futuro. La actitud a la que nos empuja la fe católica es -junto con la de la solidaridad- la de la esperanza. Estas son las fuerzas que nos permitirán, indica la mencionada Academia, «imaginar y poner en práctica un proyecto de convivencia humana que permita un futuro mejor para todos y cada uno».
Este es un artículo de opinión. Las ideas y opiniones expresadas aquí son de responsabilidad del autor.