En la época virreinal, los “nacimientos” fueron importados de España; pero, también de Quito o Guayaquil y representaban una imaginería barroca muy propia de la Europa Moderna.
Por Ruth Rosas. 20 diciembre, 2020.Con ocasión de las celebraciones navideñas, cada año volvemos sobre aquellas cajas que contienen las figurillas de nuestros “pesebres” que, dependiendo del gusto, son de distintos materiales, regiones geográficas o estilos alfareros, o bien destacan alguna raza o cultura peruana en particular.
En diciembre, los personajes del “belén” adquieren características peculiares que no se asemejan a aquellos que nuestros ancestros disfrutaban en casa.
Este tipo de recreación del nacimiento de Jesús se hizo, por primera vez en el siglo XIII por inspiración de san Francisco de Asís, quien, recorriendo el poblado de Greccio en vísperas de Navidad, organizó en vivo la escena de Belén con personas que representaban la Sagrada Familia y algunos animales de establo. La noticia se expandió por varios pueblos y, al parecer, en Nápoles empezaron a fabricarse estatuillas de barro que rememoraban la venida de Cristo a la Tierra. Dicha costumbre se expandió a más territorios europeos y, en la segunda mitad del siglo XVIII llegó la tradición a estos lares.
En la época virreinal, los “nacimientos” fueron importados de España; pero, también de Quito o Guayaquil y representaban una imaginería barroca muy propia de la Europa Moderna. Dichas piezas eran de madera, cristal, marfil o cerámica, y medían 42cm o 21cm. Su costo podía ascender a 8 o 10 reales y, en conjunto, podían valorizarse en unos 100 pesos. No necesariamente se comercializaban bultos de talla completa, sino también “caras” de personajes cuyos ropajes eran confeccionados por algún miembro de la familia. Los materiales variaban dependiendo de la riqueza que se poseía: tela de brocado (damasco, tisú, lama, espolín o lampazo) entretejido con seda, plata y oro; tela de terciopelo, encaje o tafetán; lana tejida y, en fin, todo aquello que se prestara para dar rienda suelta a la creatividad inspirada en la fe cristiana.
Una vez desarrolladas las Escuelas Quiteña y Cusqueña, las obras que estas produjeron se combinaron perfectamente con las importadas y, si bien notamos algunos elementos copiados, queda claro que poco a poco se fueron agregando características mestizas que realzaban las piezas. Afortunadamente, algunos “pesebres” se conservan hoy en día en colecciones privadas como la de José Alberto Christiansen Chu Chimpecan, quien gentilmente las expone al público en la Sala Luis Miró Quesada Garlan (Miraflores. Lima) en temporada navideña. Son exquisitas piezas que se exhiben para el deleite de quien gusta de la contemplación de una obra de arte; y, al mismo tiempo, unen la espiritualidad del creyente agradecido.
Un ejemplo de ello es un precioso Nacimiento de la Escuela Quiteña fechado en la primera mitad del siglo XIX, compuesto de una urna simétrica cuyo frontis, de estilo barroco trabajado con técnica del “estofado”, presenta una cruz que reposa sobre una peana decorada. Empleando las palabras del artista piurano Félix Flores Chafloque, los personajes de este “pesebre” son imágenes policromadas de influencia andaluza, por la semejanza en representar al Niño Dios sin atuendos.
La riqueza del frontis de dicha urna se evidencia en las doradas volutas, flores, hojas de acanto y guirnaldas que en alto relieve reposan sobre un fondo rojo inglés. Las cuatro columnas con estrías y volutas rememoran el estilo corintio. Sobre ellas destaca un dintel partido con arco de medio punto y una especie de tímpano exquisitamente decorado. Dos ángeles a cada lado rematan la cima de tan precioso conjunto. Estos tienen algunos componentes de plata, al igual que Dios Padre y Espíritu Santo colocados en el interior del “belén”. Sobre las cabezas de la Virgen y san José reposan coronas de plata ricamente decoradas con piedras semipreciosas.
Si bien el Niño Dios de este Nacimiento es pequeño y solo tiene en la cabeza unos haces de rayos plateados, los artistas quiteños y cusqueños elaboraron piezas sublimes del personaje principal que hoy nos convoca. Para muestra, dos botones: el primero, es un Jesusito de madera tallada, con ojos de vidrio, corona y sandalias de plata, que pertenece a la colección José Alberto Christiansen, según el cual dataría de la segunda mitad del siglo XIX. Pertenece a la Escuela Quiteña y destaca por el vestido de terciopelo morado, bordado con la técnica “a canutillo” realizada con hilos metálicos entorchados en una aguja en forma de canutos. Otra técnica utilizada en este trajecillo es la conocida como “medio realce”, que utilizando hilos metálicos gruesos da varias vueltas sobre la tela hasta lograr el bulto deseado. Complementan el adorno pequeñas lentejuelas de plata colocadas en forma de espiga y algunas flores cuyo centro está adornado por cuatro piedras semipreciosas. En la mano, el Niño porta un ramito de flores trabajadas en oro con la técnica de “filigrana”. Engalana su cabeza con una majestuosa corona de plata con flores, hojas y volutas en alto y bajo relieve.
El segundo, es un Niño que forma parte de varias escenas bíblicas como la anunciación de la Virgen, la visitación a su prima santa Isabel, el sueño de San José y la huida a Egipto. Pertenece a la colección de la señora Sofía Belaunde Yrigoyen de Salazar, quien lo heredó, después de varias generaciones, del presidente Ramón Castilla y Marquesado. Esta pieza de la Escuela Quiteña data del primer tercio del siglo XIX. Está confeccionada en madera tallada y, al igual que el otro Niño, tiene ojos de vidrio azul, como normalmente se les representaba. Su vestidito de encaje lleva encima del cuello un bolillo confeccionado con hilos de oro, adornado con un brochecito de plata con varios brillantes. Unos rayos forman su corona de plata. La postura del cuerpecito es atípica y emana un sentimiento de ternura, alegría e inocencia.
Por supuesto, el Niño Jesús y el resto de la Sagrada Familia fueron representados también en láminas y pinturas producidas en las mencionadas escuelas. De la Cusqueña es conocida la obra “El sueño del Niño”, fechada en el siglo XVIII, de la que se hicieron varias versiones que adornaban salas familiares e institucionales. En el caso piurano, la “Razón del Inventario de los bienes, muebles y raíces de derecho…” de la orden betlemita, escrita en 1813, describe que, en el frontis de la sala de enfermería de mujeres, resaltaba un único lienzo con el tema del Nacimiento. Asimismo, en el claustro alto de la iglesia del mencionado convento se tenía otro “quadro grande del nacimiento con su marco sobre dorado”. Desafortunadamente, no hay mayor descripción de estas pinturas en el documento y no sabemos cuál es su paradero actual. Por otra parte, en varios altares que constituían los retablos menores de los laterales de esta iglesia se apostaban efigies de san José, la Virgen y el Niño que, seguramente, en tiempo de Adviento pasaban a formar parte del “belén” que se exponía al público general.
Todas estas figurillas y pinturas, que normalmente pertenecían a familias de noble abolengo, o también a iglesias, conventos y hospitales, contribuyeron con la evangelización de los distintos grupos del virreinato peruano, que en su mayoría no sabían leer ni escribir. Esto, unido a una serie de manifestaciones como maitines, misas de aguinaldo, pequeñas obras teatrales, vigilias, procesiones, villancicos y otras, reforzaron lentamente el espíritu navideño de los peruanos de entonces, que trasmitieron de generación en generación hasta la actualidad.
Hoy estos Nacimientos virreinales de estilo barroco, únicos en su género, siguen cumpliendo sus dos objetivos clave: deleitar a los consumidores de arte y reforzar la fe del creyente que, conmovido, recuerda que Dios encarnó a su Primogénito en María Santísima para salvar al género humano.
Este es un artículo de opinión. Las ideas y opiniones expresadas aquí son de responsabilidad del autor.