Desde hace algunos años, se viene hablando de la reforma del Estado – y de la Constitución – como camino para resolver la crisis social que existe en el país.
Por Guillermo Chang. 24 agosto, 2021. Publicado en El Tiempo (Edición dominical), el 22 de agosto de 2021.Muchas de estas voces insisten en la urgencia de estas reformas. Sin embargo, sus propuestas se quedan en la urgencia (o en ideologías sin resultados) más que en la solución. Sirvan estas líneas como algunos apuntes para tal fin.
Aun cuando parezca obvio, es importante responder a una trilogía existencial: ¿qué es el Estado? ¿de dónde viene? ¿a dónde va? Para resolver cualquier problema, es importante analizar estas cuestiones antes de repetir el estribillo de la conocida canción: la cura resulta más cara que la enfermedad. La reforma puede fagocitar los recursos que servirían a los más necesitados.
El Estado, qué es, fin y medio
Respondemos a la primera cuestión. El Estado, como persona jurídica que ostenta la potestad pública, surge de la ruptura con el denominado ancient regimé. El cambio fue radical. El viejo régimen tenía como paradigmas la libre voluntad del soberano sobre su propiedad. Aun cuando había voces que aconsejaban un gobierno a favor del interés general, dependíamos del buen o mal humor del príncipe. El nuevo régimen tiene como paradigma la razón en beneficio de la libertad.
En efecto, el gobernante debe dedicarse a cumplir sus promesas dentro del ordenamiento jurídico, justificando sus decisiones. El poder público se dividió en tres, con el fin de evitar que se abuse de este, por medio de pesos y contrapesos entre ellos. A esto se le conoce como Estado Constitucional, porque es la Constitución la que regula justamente los derechos ciudadanos que se protegen y los fines de los poderes públicos. Esto ocurrió en el Perú, justo, hace 200 años, cuando nos independizamos de la corona española.
Lo más importante del Estado no es su fin sino el único medio que tiene para alcanzar el interés general: el poder público. Este poder es la capacidad de imponer las decisiones a los ciudadanos, incluso contra su voluntad. Puede parecer que el medio es más importante que el fin; sin embargo, esto no es así. Justamente el ordenamiento jurídico – por medio de la separación de poderes – cuida que las decisiones que imponga el gobernante sean legales, legítimas y justas (que no son lo mismo). Incluso, como la separación de poderes no ha sido suficiente, hemos dividido aún más el poder, separando órganos del Poder ejecutivo, o descentralizándolos. En fin, el Estado debe usar el poder público en beneficio del interés general, si no, es perjudicial.
Cómo surge el Estado
Sabiendo qué es lo que tenemos, pasamos a la segunda cuestión: ¿de dónde venimos? El actual ordenamiento jurídico parte de la Constitución de 1993. Aun cuando tiene problemas de legitimidad (por el cierre del congreso que la ocasionó), esto no ha sido óbice para que no se dude de su validez y eficacia. En efecto, el propio Tribunal Constitucional ha reconocido esto. Algunas voces, dada esta ilegitimidad, quisieran que deje de regir. Sin embargo, el referéndum posterior a su promulgación ha convalidado ese ilícito origen.
El punto neurálgico de la Constitución es el principio de subsidiariedad, establecido en su artículo 1: la persona humana es el fin supremo del Estado y la sociedad. Esto pone a la persona humana, a cada peruano, en el centro de toda actuación de los poderes públicos. Aun siendo obvio, es preciso decirlo claramente: en cumplimiento de este principio, toda norma con rango de ley emitida por el Congreso, los gobiernos regionales y locales; toda norma con rango reglamentario o acto administrativo dictado por el Poder ejecutivo, los gobiernos regionales y locales; y toda sentencia emitida por el Poder judicial deben estar destinadas al desarrollo de los ciudadanos. Hasta ahí, pienso que todo peruano está de acuerdo con este canon de actuación que establece el ordenamiento jurídico a todos los funcionarios públicos, desde el Primer mandatario hasta el último encargado de las mesas de partes en los consulados fuera del territorio patrio. Empero, la discusión – política y no jurídica – se realiza en los medios para alcanzar tal fin. Basta con analizar los planes de gobierno de los postulantes en la última elección para darnos cuenta de que estamos frente a una compleja variedad de soluciones.
Hacia dónde vamos
Teniendo en cuenta lo expuesto, chocamos directamente con la tercera cuestión: ¿a dónde vamos? De las líneas anteriores sabemos que tenemos un Estado cuyo fin es buscar el bienestar de cada ciudadano y de todos en conjunto (no es contradictorio afirmarlo así); así como un sinfín de propuestas. Sin embargo, en mi opinión, muchas de estas propuestas o son idílicas (o ideológicas) o son incompletas. La reforma del estado exige actuaciones en tres planos: ético, político y jurídico.
La base de toda reforma tiene que ver con el componente ético. En la sociedad actual postmoderna, el relativismo cunde a diestra y siniestra. El superhombre – en la teoría nietzscheniana – nos ha devuelto a la ley de la selva. Esto ha sido palpable en la última pandemia y no cabe mayor explicación de lo evidente. Cabe señalar que esto no es un tema religioso. Estamos hablando de los valores humanos. Por ejemplo, si viviéramos la trilogía normativa andina (ama sua, ama kella, ama llulla), solucionaríamos gran parte de los problemas del país y del Estado.
Recordemos que gran parte de los injustos que llegan a los despachos estatales (independientemente del poder público que los resuelve) son en principio injustos éticos de relevancia social. Con ello, el Estado ya puede dedicar más recursos a los que más lo necesitan.
Desarrollo y bienestar para todos
Un siguiente nivel es el nivel político. En ese caso debemos pensar en los fines del Estado y las personas que acceden a los cargos públicos. En el primer caso, es importante tener en cuenta lo ya señalado: buscamos el desarrollo de las personas. Este desarrollo se traduce en bienestar, dentro de las políticas públicas. En ese sentido, debemos pensar como sociedad: qué grado de bienestar queremos tener.
Obviamente quisiéramos tener un nivel de bienestar similar o superior a los de los países denominados de primer mundo. Pero, debemos tener en cuenta el punto de partida: somos una sociedad desigual. Es cierto que en los últimos años se ha reducido la pobreza en el país. Empero aún hay muchas personas que necesitan lo básico para poder vivir. A ellos, en primerísimo orden, debe dedicarse el Estado. En la actualidad, el ordenamiento jurídico prevé que sean los Gobiernos regionales o locales los que lleven la batuta en este tipo de políticas públicas. Sin embargo, nos hemos chocado con un problema ya esbozado: la cuestión de las personas que acceden a los cargos públicos.
Los funcionarios públicos en general (independientemente del poder público en el que trabajen) acceden por dos vías: elección popular y concurso público. En el primer caso, rige el sistema democrático. Sin embargo, esto también ha sido absorbido por el relativismo. Se piensa que todo vale para la democracia, incluso lo antidemocrático. La democracia debe buscar convertirse en una aristocracia (gobierno de los mejores o de los menos malos, de ser el caso) y no en una discusión en torno a cuestiones superficiales. Esta aristocracia debe manifestarse también en la elección de los cargos de confianza que se vinculan a las autoridades electas. Caso contrario es una ‘argollacracia’.
Para el caso del resto de funcionarios lo óptimo es la meritocracia. Esto, en el fondo, es una forma de aristocracia, pero basada en un concurso de méritos que sea público para cualquiera. En contra de la teoría, el propio Estado ha abusado de la contratación temporal del personal (CAS, entre otros) y los mejores no han llegado a muchos cargos públicos. En fin, de nuevo la ‘argollacracia’.
Queda, finalmente, hablar de la reforma jurídica. Básicamente esto se centra en legislar parte de lo expuesto en líneas anteriores. Digo en parte porque existe el límite de la libertad de conciencia en temas éticos. En ese sentido, esperamos que las autoridades recientemente electas puedan dedicarse a estos temas.
Finalmente, una autocrítica: alguno podría decir que este planteamiento es totalmente teórico y que está ajeno a la realidad de crisis sanitaria y económica que vive el país. Sin embargo, he de decir que las decisiones y su ejecución dependen de los funcionarios públicos. Si estos nos son una aristocracia moral y ciudadana, seguiremos como hasta ahora e incluso podemos volver a épocas preconstitucionales, donde dependíamos del buen humor del gobernante. Vale la pena evitar repetir el estribillo ya citado: la cura resulta más cara que la enfermedad.
Este es un artículo de opinión. Las ideas y opiniones expresadas aquí son de responsabilidad del autor.