Escudriñar en la historia del Señor Cautivo de Ayabaca refuerza las bases del proceso que ha llevado a declarar su festividad y peregrinación como Patrimonio Cultural de la Nación.
Por Ruth Rosas. 18 octubre, 2021. Publicado en El Peruano, el 16 de octubre de 2021.Escudriñar en la historia del Señor Cautivo de Ayabaca refuerza las bases del proceso que ha llevado a declarar su festividad y peregrinación como Patrimonio Cultural de la Nación; pero, también motiva a seguir el ejemplo de aquellos que, desde el siglo XVII, manifestaron de distintas maneras su apego a esta advocación.
La adaptación de la imagen del Cristo de Medinaceli se enraizó en las mentes y corazones de los indígenas arrieros que, guiados por un pequeño grupo de españoles, a mediados del siglo XVIII, fundaron la cofradía del Señor Cautivo en Ayabaca. La experimentación de milagros, unida al origen legendario de la imagen, propició la expansión paulatina de la devoción entre comunidades indígenas vecinas y luego por toda la costa peruana.
El agradecimiento por los favores recibidos originó que los devotos adquirieran láminas, pinturas y bultos del Cautivo que colocaban en pequeños altares de sus casas, así como también tuvieron la posibilidad de portarlo en relicarios de oro o plata que en el reverso mostraban a Jesús, María y José.
Quizá, el momento de mayor demostración de apego al Cautivo lo demostraban en la participación de su fiesta, celebrada desde fines de septiembre y prolongada hasta los primeros días de octubre. Del libro de actas de la Cofradía, deducimos que se organizaban representaciones de comedias, corrida de toros, luminarias y saraos o fiestas, tanto vespertinas como nocturnas; todo esto al son de campanas y complementado con carrera de venados, matanza del cuy, danzas y entremeses.
No podía faltar el octavario o novenario en el que se decían los “sermones morales y en calidad de Misión”. El último día, se sacaba a la soberana efigie, en procesión nocturna, cantándose saetas en cada esquina y predicándose para mover al arrepentimiento. Esta actividad procesional, en 1800, cesó por mandato del obispo de Trujillo José Carrión y Marfil, por ser de noche y por implicar profusión de sangre de los flagelantes.
La orden se aplicó en Ayabaca porque era tradición que “en todas las fiestas, después de las vísperas, a las nueve de la noche, los indios se reunieran dentro de la iglesia, en un acto que llamaban Velorio, a beber aguardiente, chicha y guarapo al son de melodías emitidas por el órgano y a la luz de velas”. Durante dos horas conversaban, reían y, por efecto del alcohol, cometían «ynsolencias repugnantes al templo de Dios». El cura Pedro Patiño, sin éxito, intentó erradicar esta costumbre generando el descontento de los feligreses que, además, se agudizaba por la precariedad en que se encontraba su templo, pues desde 1770 −y habiendo pasado cinco párrocos− no se había realizado ninguna refacción ni embellecimiento. Así lo denunció el mayordomo de la cofradía del Santísimo Sacramento de Ayabaca, José Julián Acha, en una carta al mencionado obispo. En ella destacaba que resultaba difícil celebrar en la iglesia porque su “pagita dechumbre (sic) [estaba] hecha un harnero de goteras, desplomándose ya la portada principal y ramas, por quebradas las campanas… [y eran] muy pocos y viexos sus ornamentos y paramentos sin esperanza de reposición…”.
Aprovechando que Pedro Patiño rindió cuentas por el período que reemplazó al cura Pedro García Coronel (enero 1815 – agosto 1816), y que de ello resultó una entrega de 2988 pesos, el obispo pudo encargar al nuevo presbítero Juan de Dios Salazar la tan ansiada refacción. A este monto agregó 694 pesos logrando un total de 3682 pesos.
Durante los años 1818 y 1819, Salazar organizó las compras de materiales y contrataciones necesarias para dicha tarea. Desde Cuenca se trasladaron al pueblo de Ayabaca maestros artistas como el dorador José Bobadilla, quien trabajó el retablo y tabernáculo, y los plateros Juan José Ordoñez y Domingo Carrión, que embellecieron el Sagrario, columnas y atril −el primero− y el palio, cruz, guion, lámpara, incensarios, candeleros y un Cristo de plata para el altar mayor −el segundo−.
Por su parte, el maestro fundidor Andrés Águila, residente en Ayabaca, hizo la campana y los carpinteros Narciso Pozo y Manuel José Herrera se encargaron de hacer tarimas grandes para el altar mayor y la sacristía y otras varias obras. El embellecimiento de esta iglesia captó el interés de los vecinos que, reforzado con la devoción al Cautivo, produjo mayor apego a su festividad, a celebrar misas en su honor, a fundar capellanías y a solicitar que sus cuerpos sean enterrados junto a su altar, con la convicción de que su alma transitaría al Cielo.
Este es un artículo de opinión. Las ideas y opiniones expresadas aquí son de responsabilidad del autor.