21

Feb

2022

Artículo de opinión

Un mundo feliz (para seres perfectos)

“Debería cambiar su celular, este es ya muy viejo.” “Sí, fui a renovarlo, pero no me lo pudieron dar.” (Ah, tendrá deudas, piensa el interlocutor.) “Es que el aparatito no lee mi huella dactilar…”

Por Enrique Banús. 21 febrero, 2022. Publicado en El Peruano, el 19 de febrero de 2022.

Circula por las redes la historia de la abuelita que en el banco se acerca a la caja (en algún país de Europa) y dice:
– Quería retirar 50 euros de mi cuenta.
– Disculpe, señora -le responde amablemente el del banco (ha participado en un curso sobre atención al cliente): para menos de 500 euros tiene que ir el cajero automático – y se dispone a ocuparse de otro asunto.
– ¿Y cuál es el máximo que puedo retirar?
– 3000 euros, señora.
– Ah, pues quiero retirar 3000 euros.
Va el de la caja, trae el dinero, lo cuenta y recuenta (“Firme aquí”) y se lo entrega.
Toma ella cincuenta soles y le dice:
– Y ahora me gustaría ingresar 2950 euros. Que tenga un buen día (y se va, muy sonriente bajo la mascarilla; los ojos también sonríen).

Donquijotesca la abuelita, luchando con las armas de la picaresca no contra molinos de viento, sino contra una maquinaria de eficiencia y ahorro.

A veces, sin embargo, falla la ocurrencia para superar las barreras tecnológicas de quienes piensan que con un buen aplicativo se garantiza el desarrollo oleado de la sociedad. Con la pandemia, se está intentando, por ejemplo, regular el acceso a muchos lugares con certificados, carnés, declaraciones juradas. “Es muy fácil: la descarga en su celular, la cumplimenta, le da clic y le llega un código QR que debe mostrar a la entrada”. En algún punto falla, se acaba la batería, el celular es viejo y no da para tanta sofisticación, se le da clic y empieza a dar vueltecitas… Etcétera. Y el vigilante cancerbero, que debe facilitar el ingreso, mira como si uno fuera un marciano: “¿No tiene el código QR? Un momento, voy a comprobar…” Y pasan a tu lado los ciudadanos modélicos de celular última generación, mascarilla de diseño, y te miran (“Oh, pobre paria caído en un control rutinario”).

“Debería cambiar su celular, este es ya muy viejo.” “Sí, fui a renovarlo, pero no me lo pudieron dar.” (Ah, tendrá deudas, piensa el interlocutor.) “Es que el aparatito no lee mi huella dactilar…” Out, estás out. ¿Cómo se le ocurre a tu huella dactilar no ser legible por uno de esos simpáticos aparatitos?

“Si tiene problemas -dice amablemente la web de otro aplicativo-, escriba a este correo.” Ahí va, piensas, qué bueno que hayan pensado en la pobre gente que no acierta a la primera. Escribes. Silencio. Al cabo de un tiempo, vuelves a escribir. Silencio. Te armas de valor y escribes a un muy amable bot, que parece que también ha hecho un curso de atención al cliente. Lo intenta, pero no logra entender lo que quieres. Y te pasa a un humano…. Que nunca aparece. Eso sí, el bot te va pidiendo disculpas porque hay mucha demanda.

Así que, con más valor aun, llamas a un número que también aparece por ahí. Te contesta una amable máquina, que te va diciendo que pulses 1, 2 o 3 o incluso “almohadilla” según quieras una cosa u otra. Finalmente, como una concesión benévola y sin que sirva de precedente, te pone en una lista para que te atienda un humano (“está en el puesto de espera número…”). Que se disculpa por la tardanza (también hizo su curso de atención al cliente), te pregunta una serie de datos, entra -una vez que ha comprobado los datos – a tu caso y te dice que enviaste el formato sin completar del todo. “No, no lo envié, sólo lo abrí para ver qué pedían…”. “Ah, por eso…” (por eso no se sabe qué) y, tras otra serie de preguntas, hace un poco de magia y “Sésamo, ábrete”, quedas habilitado como si fueras un ciudadano de primera, que acierta con aplicativos, formularios, webs…

Quizá juzgamos con dureza los tiempos antiguos, cuando se expulsaba a judíos y moriscos y se creaban reservas para los indios, mientras -con sonrisa aprendida en cursos de atención al cliente- vamos configurando un mundo para los perfectos, con sus celulares último modelo, todas las aplicaciones descargadas, conexión a datos de alta alcurnia…. ¡Una medalla, pues, para la abuelita que recuerda que hay seres humanos en riesgo de exclusión tecnológica en un mundo feliz (de felicidad sonriente porque así lo dicen en los cursos de atención al cliente)! ¡O una medalla para quien inventó la historia de la abuelita, porque, al final, lo mismo da que sea real o inventada: ¡la llaga en la que pone el dedo es real, muy real!

Este es un artículo de opinión. Las ideas y opiniones expresadas aquí son de responsabilidad del autor.

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