Subir las gradas que llevan a un avión, levantando los pies desde la tierra que te despide hacia el primer escalón que te recibe, es un ascenso que puede ir acompañado de ciertas dudas.
Por David Espinoza. 25 abril, 2023.Subir las gradas que llevan a un avión, levantando los pies desde la tierra que te despide hacia el primer escalón que te recibe, es un ascenso que puede ir acompañado de ciertas dudas: ¡Ojalá que el avión esté bueno! –suelen pensar los viajeros– pero, también, es un ascenso que invita a mirar hacia ambos lados: un lugar que se deja, una última vista que dar. Menudo privilegio este, que todavía conservan los aeropuertos a los que no ha llegado la modernidad de los “jet way”.
Por supuesto, uno tiene que terminar ese ascenso del cuerpo para que luego empiece el ascenso de la máquina, y por mucho que la espalda repose en un cómodo asiento de business class, cualquier viajero –por experimentado que sea– debe afrontar la fría realidad que su vida ya no está, sencillamente, en sus manos.
He de confesar que pienso en esto cada vez que subo a un avión, y a medida que mis pasos ascienden hacia esa confianza absoluta en el capitán y su tripulación, rememoro una frase por la que quisiera ser recordado. El jueves pasado, esa frase me la brindó un alumno como conclusión de la clase, justo antes de irme al aeropuerto: “No hay nada más tonto que hacerse enemigos, ni nada más sabio que hacerse de buenos amigos”. Y sí, esa es una buena frase, una para irse en paz.
Subí esas gradas que despegan la seguridad de la tierra hacia la aventura del aire con la piedad de un devoto, mientras cumplía celosamente mi ritual de despedida: miré a un lado, miré al otro y, luego, miré al frente. Inmediatamente, mi ritual se vio recompensado: primero, con sospecha; en seguida, con certeza. Era el rostro sonriente de un amigo, de esos que comparten el recuerdo de las inocencias escolares y el candor de la juventud, uniformado con la elegancia propia de un miembro de la tripulación. Su abrazo me recibió después del último escalón.
Esta vez, reposé mi espalda sobre ese frío asiento disfrutando de una hermosa realidad: que mi vida estaba, sencillamente, en manos de un amigo. No pude evitar reparar en la frase de mi alumno, más aún cuando este amigo me contó –con mucho cariño– del éxito de otros compañeros del colegio, y de lo bien que les iba en el mundo de la aviación. Sus palabras me recordaron que, ciertamente, lo propio de un amigo es decir el bien del otro, alegrándose por ello como un bien propio. No en vano eso del “buen decir” es raíz etimológica del bendecir. Verdaderamente, estaba ante un sabio, alguien que sabe tener amigos.
Una vez en el aire, repasé las enseñanzas del maestro que me llevó a la misma conclusión de mi alumno. Recuerdo que comentaba a H.G. Gadamer: “somos una conversación, y los amigos son quienes evitan que nos convirtamos en monólogo”, y a Cicerón: “sin la amistad no hay vida, o por lo menos, vida digna de un hombre libre”; y a los hombros de estos gigantes, añadía, que si bien la casa es el lugar al que se vuelve, la amistad es el lugar al cual la casa se expande, y que ofrece nuevos sitios a los cuales volver.
Volver, como ilumina el maestro Rafael Alvira, es uno de los verbos más filosóficos que puede haber: todo el mundo piensa que se trata de un simple movimiento del cuerpo, y, sin embargo, dirigirse a un lugar del pasado implica que ese destino siga estando presente. Visto así, se aprecia que pensar el “volver” es hacer filosofía del tiempo: contiene el pasado y promete el futuro, haciéndolo presente. Y es que, en su sentido más auténtico, un amigo es quien siempre está presente, pues en su ausencia se hace presente en el recuerdo, y en la promesa de su encuentro futuro, esperamos su presencia, como un regalo.
Una vez en mi destino, nos dimos un abrazo de despedida que decía: “¡Hasta pronto, querido amigo, te debo una cerveza!”. Menudo privilegio este, que todavía conservan quienes saben tener amigos.
Este es un artículo de opinión. Las ideas y opiniones expresadas aquí son de responsabilidad del autor.