La enseñanza de la historia del Perú es un asunto complejo. Hay muchas formas de contarla; de manera optimista, apasionada o incluso reivindicativa. La mayoría de las veces, todo depende del profesor y de su visión sobre por qué el Perú es lo que es.

Por Alberto Requena. 18 junio, 2024. Publicado en Diario El Peruano 18 de junio del 2024

En menor medida, dependerá de los textos escolares con los que cuente o la región desde donde la enfoque. A fin de cuentas, la historia nacional es (en parte) una narrativa construida sobre la subjetividad de una persona y de lo que haya aprendido como estudiante. Los hechos, como ocurrieron, suelen ser secundarios ante una mirada sesgada del pasado.

Por eso, no es fácil enseñar historia. Se requiere preparación, honestidad y criterio. El educador debe ayudar a los demás a entender el mundo donde vivimos, sin exabruptos ni ideologías. Sin embargo, no es fácil separar nuestros pensamientos de la historia nacional. Es como si algunos profesores del colegio quisieran que vinculemos cada etapa del pasado con uno o varios sentimientos, que podrían jugar un papel crucial en cómo imaginamos el provenir del Perú.

El mundo precolombino suele estar asociado con el orgullo y la nostalgia. Las diferentes culturas desarrolladas a lo largo y ancho de la Cordillera de los Andes nos han legado una variedad de herencias gastronómicas, arquitectónicas, artísticas, agrícolas y ecológicas. A los profesores de historia les gusta narrar los buenos tiempos del pasado. Es como si allí hubiese estado depositada la oportunidad de un desarrollo próspero.

El Perú antiguo es ese paraíso idílico del cual solo quedan algunos atisbos para los turistas extranjeros, las clases escolares y universitarias. Es el Perú del “¿qué hubiera sido si no hubiesen llegado los españoles?”; el Perú de la nostalgia por lo que pudo ser y no fue. No hay una mirada crítica y reflexiva sobre esta parte de nuestra historia.

La Conquista y el Virreinato, por el contrario, invitan a la tristeza, el enojo, la melancolía y la resignación. Es como si los castellanos se hubiesen metido con nuestra familia. Nos reconocemos dolidos y heridos por esa parte trágica. Nuestros maestros –enfurecidos– describen los abusos, el robo y la desarticulación del mundo andino. Se resalta el declive demográfico, el envío de los indígenas a las minas o la organización social basada en el abolengo y la distinción racial. Se prefiere hablar de colonia, invasión y subdesarrollo; y no de conquista, mestizaje y porvenir. Se omite la constitución de universidades, colegios mayores y atención hospitalaria, hecha por órdenes religiosas. Es el Perú del “¡por qué no nos conquistaron los holandeses o los ingleses!”.

Estos más de tres siglos son utilizados meramente para explicar las causas de la independencia, no hay mayor profundidad en su estudio. Como decía una antigua estrofa del himno: “largo tiempo el peruano oprimido, la ominosa cadena arrastró”.

Finalmente, la Emancipación y la República nos llenan de alegría y optimismo, pero también de amargura y desilusión. La Independencia es quizás la etapa favorita de los profesores de historia. Hablar de ella es centrarse en los momentos heroicos, la ruptura con España, la victoria de los ejércitos libertadores, la conformación de un modelo “democrático” de gobierno, en sí, solo buenas noticias. Durante estos tiempos los peruanos hacen justicia porque acaban con cientos de años de abusos.

Sin embargo, la alegría dura poco. La llegada de la República vislumbra malos tiempos. Supone el inicio de gobiernos elitistas, autoritarios, caudillistas: en pocas palabras, regímenes centrados en sus intereses. La democracia no alimenta las expectativas nacionales; en su lugar, se prefieren imágenes nostálgicas del pasado. Para gobernar se buscan incas y reyes. Es el país del “¿en qué momento se jodió el Perú?”

Ahora bien, si todo lo expuesto y narrado fuera el 100% de la verdad histórica de nuestro país, se nos podría proponer otro sentimiento: la desolación. Afortunadamente, lo descrito no es su totalidad.

Necesitamos ir al pasado para recoger sus aciertos y analizar sus errores, para así comprender mejor el presente. El sentimentalismo solo nos desorienta. Con él podemos formar grupos y clubes de simpatizantes, pero no llegaremos a conocer la verdad de lo que pasó y por qué llegamos a ser lo que somos. No olvidemos que el pasado no nos determina. Ninguna historia puede deformar nuestra visión de desarrollo. La persona humana es libre y responsable de su porvenir. Recordemos lo dicho por Basadre: “El Perú es un problema y una posibilidad”.

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