Alberto Requena Arriola, profesor de la carrera de Historia y Gestión Cultural, reflexiona sobre los neuroderechos y el libre albedrío, además de destacar lo importante que son las humanidades para la formación de las personas.
Por Alberto Requena. 27 noviembre, 2024. Publicado en Diario El Peruano, el 23 de noviembre 2024A inicios del 2013, el entonces presidente de los EE. UU., Barack Obama, anunciaba el financiamiento del proyecto “Brain”, con cerca de cien millones de dólares. Se centraría en descifrar el funcionamiento de la actividad mental y las conexiones cerebrales de los seres humanos. En pocas palabras, no solo se deseaba comprender el funcionamiento de las neuronas aisladamente sino cómo estas se relacionaban con otras. Después del proyecto de genoma humano, esta iniciativa -de investigadores de la Universidad de Columbia- se colocaba en el centro del interés global.
Su director, el neurólogo español Rafael Yuste, señaló que, la idea era desarrollar técnicas para mapear la actividad de circuitos neuronales enteros en animales y humanos; y, diseña medios para alterar dicha actividad y corregir los defectos que originan las enfermedades mentales o neurológicas. El potencial del proyecto es tan grande que anima a pensar en todo lo que se lograría respecto a trastornos como el alzhéimer o la esquizofrenia, por citar solo algunos. Pero, también, ha inquietado la posibilidad de abrir una “caja de pandora”. Al fin y al cabo, los alcances de las investigaciones han supuesto un desafío no solo para los profesionales vinculados con las ciencias de la salud y la neurología sino también para aquellos de otras áreas como la filosofía o el derecho.
Un ejemplo reciente e interesante es el campo de los llamados neuroderechos; es decir, entender la actividad cerebral como algo que debe ser protegido ante posibles manipulaciones o influencias externas, por medio de técnicas o medios, que usen la neurotecnología para dichos intereses. Así, toda persona debe poder ser consciente de que está (y lo estará mucho más en el futuro) expuesta a diferentes influencias que podrían alterar su libre albedrío. Si bien esto ya existe -piénsese en la publicidad y el marketing, o en los algoritmos y la recopilación de bases de datos-, lo novedoso es que ahora existirán tecnologías que podrán alterar con base física los procesos mentales de las personas. Las primeras cuestiones que surgen son ¿podrán ser regulados?, ¿estamos entrando en un terreno de ciencia ficción?
Respecto a lo primero, el 2021, el presidente chileno Sebastián Piñera firmó la modificación de un párrafo de la carta magna referida a este asunto y aprobó lo siguiente: “El desarrollo científico y tecnológico estará al servicio de las personas y se llevará a cabo con respeto a la vida y a la integridad física y psíquica. La ley regulará los requisitos, condiciones y restricciones para su utilización en las personas, debiendo resguardar especialmente la actividad cerebral, así como la información proveniente de ella” (Ley N° 21383). Con esto, Chile se convirtió en el pionero a nivel mundial en abordar jurídicamente este espacio inexplorado. La Unesco publicó un informe relevante, al respecto el 2023, titulado “Neurotecnologías y derechos humanos en América Latina y El Caribe: desafíos y propuestas de política pública”. Otros países como Brasil, México, España y Francia ya han tomado cartas en el asunto. Hay tres grupos de trabajo de derechos humanos de las Naciones Unidas atendiendo sus implicancias.
En cuanto a la segunda inquietud, el 2017 estudioso del proyecto “Brain” se reunieron para reflexionar sobre los horizontes éticos y jurídicos del uso de la neurotecnología. Parte de sus conclusiones considera la actividad mental de las personas como un derecho humano. Es más, se propone -en palabras del profesor Yuste- cinco aspectos a considerar. Primero, proteger la privacidad mental, es decir que el contenido de la mente no sea descifrado sin nuestro consentimiento. Segundo, resguardar el libre albedrío, esto es, tomar decisiones sin interferencia externa por tecnología aplicada a estos fines. Tercero, respetar la configuración de nuestra identidad personal, para que la integridad síquica del individuo no sea violentada. Cuarto, proteger a las personas contra los sesgos de los algoritmos que se utilizan en los campos de las tecnologías de la información. Y, el quinto, promover el acceso equitativo a tecnologías de aumento de la capacidad cerebral y evitar que solo algunos puedan acceder a ellas.
Al parecer, la intimidad de la persona, sus decisiones, sus anhelos y diversas formas de ver y entender el mundo podrían estar sujetas a influencias tecnológicas concretas y pensadas para ello. Se abre un nuevo capítulo para recordar lo importante que son las humanidades para la formación de las personas.