La vida adulta nos bombardea con preocupaciones: responsabilidades, expectativas y el peso de las decisiones. La inocencia es reemplazada por una conciencia aguda de las posibles consecuencias.
Por Jane Scarlet Cabrera Pillaca. 26 marzo, 2025. Publicado en Correo, el 23 de marzo de 2025.¿Alguna vez te has preguntado por qué los niños parecen recuperarse tan rápido de las enfermedades, incluso sin quejarse del dolor? Es como si tuvieran un superpoder que los adultos hemos perdido.
Cuando éramos niños, el dolor y el miedo eran como sombras pasajeras. Sí, sentíamos el dolor físico y el miedo a lo desconocido, pero nuestra mente e inocencia transformaban esas experiencias. Jugábamos, creando mundos donde el dolor se diluía entre risas y el miedo se convertía en una aventura. Buscábamos el abrazo de quienes nos amaban y encontrábamos en ellos consuelo y fuerza para seguir adelante.
La vida adulta nos bombardea con preocupaciones: responsabilidades, expectativas y el peso de las decisiones. La inocencia es reemplazada por una conciencia aguda de las posibles consecuencias. El miedo se convierte en un peso agobiante y el dolor, en una carga que nos dobla. Olvidamos, en ese proceso, la capacidad innata de resiliencia que nos permitía florecer en la infancia.
Pero, ¿y si pudiéramos hacer un viaje de regreso a ese niño interior? No se trata de negar la realidad o vivir en un mundo de fantasía, sino de reconectar con esa capacidad de transformar la adversidad, de darle color a los miedos y convertirlos en algo manejable.
En lugar de que la conciencia adulta nos aprisione en un laberinto de “qué pasaría si…”, podemos utilizarla como una herramienta de autoconocimiento. Observemos nuestros miedos y dolores con la curiosidad de un niño, preguntándonos: ¿qué puedo aprender de esto? ¿Cómo transformarlo? Cultivar el amor propio implica reconocer nuestra vulnerabilidad; y, también, nuestra capacidad de superación. Implica recordar que, dentro de nosotros, reside un niño resiliente que sabe cómo afrontar la adversidad.
