03

Mar

2025

Artículo

Las grandes balsas de los pescadores sechuranos

Pocos extranjeros tuvieron esa sensibilidad para apreciar los pequeños detalles de la cultura de los balseros sechuranos...

Por Carlos Arrizabalaga. 03 marzo, 2025. Publicado en Suplemento El Tiempo, el 23 de febrero de 2025.

Ahora ya no nos es posible vivir, en una de esas peligrosas balsas, la experiencia del oleaje y de escuchar muy despacito el resonar en el remo del movimiento imparable y la vida increíble del océano.

Además de los estudios de Hermann Buse de la Guerra (1973), Rosendo Melo (1980), Jorge Ortiz Sotelo (1990) y de Lorenzo Huertas (1995 y 1999), muchos otros investigadores se han ocupado del tema de las balsas de palo que surcaron el Pacífico.

El ecuatoriano Benjamín Rosales (2022) entrevistó al último balsero norteño, don Agustín Pazos Querevalú, que de Sechura migró a la caleta de San Pablo, y recordaba: “En la madrugada cambia el viento y salíamos mar afuera, desde el mediodía el viento entraba a la costa. Cuando no había viento, la corriente nos echaba al norte, no nos permitía avanzar, entonces orillábamos y fondeábamos”.

Entre los pescadores de San Pablo hizo su tesis doctoral el norteamericano James Carmen Sabella (1974), quien pudo aún navegar en una de esas grandes balsas e incluye su propio glosario: “corbatón: a wooden cross-tie used on balsas and balsillas”. Los investigadores norteamericanos de la Universidad de Cornell, me señala James Vreeland, tuvieron una participación importante en el inicio de los estudios andinos, y varios se ocuparon de temas norteños: pesca, cerámica, tejidos… Antes, habían investigado el tema Hornell (1931), Lothrop (1932) y Clinton Edwards (1965), quien dedicó muchos meses al trabajo de campo. Ahora, el colombiano Antonio Jaramillo Arango ha publicado un gran estudio: Dueños del agua. Balsas y balseros del Pacífico suramericano (Bogotá, 2024), que considera esta tradición náutica y sus itinerarios más allá de las fronteras nacionales.

Muchos viajeros, como David Porter o W. B. Stevenson habían reportado la existencia de esas curiosas balsas oceánicas a vela. Con el arqueólogo César Astuhuamán hemos venido recopilando los trabajos y reportes de un viajero canadiense que residió a fines del siglo XIX en Amotape. En 1894, Samuel M. Scott publicó una certera crónica en The Evening Post de Washington (Estados Unidos) sobre los balseros de Sechura: “Último remanente de los antiguos habitantes originarios de estas costas”. Un viaje en una balsa es largo y a menudo peligroso, indica Scott: “El trayecto, de algo más de 100 millas de Tumbes a Paita, con frecuencia dura de 30 a 40 días y atraviesa una región de costa casi inhabitada”.

No sabemos si pudo viajar en una de ellas, pero el relato es muy cercano a la realidad. Cuando la violencia de los vientos y del mar hacen imposible avanzar, señala que echan el ancla en aguas poco profundas, “donde pasan noches heladas, blancos amaneceres y jornadas demasiado ardientes, mientras estos pacientes vagabundos del insondable océano esperan a que Neptuno quede apaciguado de nuevo”. Los romantiza como “gypsies”o “gitanos” del océano. Son entre cinco y diez hombres y llevan a bordo agua y provisiones: maíz tostado y plátanos con pescado salado, además de todo el pescado fresco que puedan alcanzar por el camino: “se lo comen crudo con cebollas y ají”. Soportan muchas privaciones, pero su paciencia no tiene límites: “una balsa entró al puerto de Paita trayendo un navegante que se había roto la pierna en una tormenta”. Tendido sobre la cubierta bajo un sencillo toldo, había soportado dos semanas las torturas de su herida.

Si durante la larga travesía la balsa llega a verse sobrepasada por el agua o por cualquier otra emergencia, puede ser desmantelada y cada tronco se saca rodando en la playa para dejarlo secar. “Una vez en tierra, se ocupan en la costura, enmendando y fabricando velas, retorciendo y empalmando soga, tejiendo redes y cosiendo ropas”, refiere Scott. Para pescar usan como cebo calamar o espina y trapo; o para los peces de roca, sacaban lisa en grandes cantidades en las caletas. Ellos son muy hábiles, atentos a los vientos y las estrellas y también muy devotos de San Pedro y respetuosos de su poder sobre el mar: “atribuyen un poder a cada signo del mar”.

Escuchan con los remos si el fondo es arenoso o hay rocas, donde “las corrientes submarinas remueven el fondo entre los ocultos riscos, una resonancia chisporroteante se escucha clara e inconfundible, marcadamente similar al ruido de un pez friéndose en una sartén”, declara Scott.

“En cuanto ven aproximarse una gran ola, todos silban en un tono bajo y halagador, como si con el galanteo engatusaran al mar para obtener así su permiso. Una vez la embarcación logra mantenerse a flote, ellos brincan a bordo, con un grito de triunfo”.

Pocos extranjeros tuvieron esa sensibilidad para apreciar los pequeños detalles de la cultura de los balseros sechuranos, la que el profesor Huertas y otros investigadores corroboraron un siglo después, aunque ahora ya no nos es posible vivir, en una de esas peligrosas balsas, la experiencia del oleaje y de escuchar muy despacito el resonar en el remo del movimiento imparable y la vida increíble del océano.

Comparte:
Generic filters
Search in title
Exact matches only
Search in content
Search in excerpt