La profesora Marialejandra Puruguay reflexiona sobre la Semana Santa como una tradición viva que une fe, memoria e identidad, y destaca la urgencia de preservarla frente a los riesgos que amenazan su valor cultural.
Por Marialejandra Puruguay. 17 abril, 2025.En muchos lugares del mundo, en estas fechas se vive un acontecimiento religioso y sociocultural de gran envergadura: la Semana Santa. Esta festividad es una experiencia colectiva que articula fe, memoria e identidad. Las procesiones, imágenes sacras, cantos, aromas, comidas típicas, silencios y solemnidades configuran un patrimonio que trasciende lo religioso.
En el Perú, en ciudades como Lima, Ayacucho, Catacaos, Moche o Cusco, la Semana Santa articula un tejido social en el que confluyen saberes, símbolos y prácticas que dan sentido a la vida en comunidad. Bandas de músicos, cofradías o hermandades, artesanos, familias devotas: todos cumplen un rol en este entramado que fortalece vínculos y enriquece la identidad local. Los vecinos no solo participan como espectadores, sino como protagonistas y herederos de una tradición viva.
Sin embargo, este patrimonio enfrenta riesgos. El turismo mal gestionado, la estandarización de las formas, la pérdida de sentido religioso y comunitario y la falta de políticas de salvaguarda pueden impactar negativamente, vaciando de contenido una celebración que, en su esencia, es profundamente simbólica. Por ello, urge fomentar una mirada más amplia que combine el respeto a las creencias con el reconocimiento de los valores sociales y culturales que esta tradición encierra.
La Semana Santa es, en definitiva, una expresión de la riqueza cultural de nuestros pueblos. Se trata, además de conmemorar un hecho religioso, de vivir colectivamente una historia que cada año se resignifica. Preservarla es, también, conservar nuestras raíces, nuestra diversidad y nuestra capacidad de encontrarnos en lo que somos y creemos.