El ser un funcionario público debe asumirse como un oficio profesional con nombre y sello distintivos propios, que debe obligar a los aspirantes a una preparación académica y personal muy singulares.
Por Orlando Vignolo. 18 septiembre, 2020.
La piedra de toque de la configuración de funcionario público es simple, pero ha resultado imposible de conseguir por casi doscientos años. Es la idea de que este grupo de personas, muy distinto a los ciudadanos y sus manifestaciones colectivas (empresas, etc.), son los medios instrumentales que materializan el ejercicio de las potestades administrativas y diferentes tareas en pos de servir a heterogéneos intereses públicos, siempre de una manera neutral, imparcial y objetiva; posición solitaria y compleja que se da en medio de derechos constitucionales e intereses contrapuestos de los particulares.
También, este conjunto de funcionarios públicos tiene que ser muy diferente a los políticamente elegidos, su puesto no se debe a votos o voluntades subjetivas de los que temporalmente practican actividades de gobierno. Tampoco son personas que en su condición se asemejan a las que laboran en las empresas públicas, verdaderas organizaciones económicas de titularidad pública, que se someten a los riegos de mercado, sin evidentemente poder practicar poderes para cumplir con estos fines lucrativos. Los funcionarios públicos de suyo no emprenden actividades para ofertar bienes y servicios.
En consecuencia, el ser un funcionario público debe asumirse como un oficio profesional con nombre y sello distintivos propios, que debe obligar a los aspirantes a una preparación académica y personal muy singulares, además de tener condiciones y aptitudes ligadas a una vocación de servicio, y no a intereses ajenos, que debe demostrarse diariamente.
Este es un artículo de opinión. Las ideas y opiniones expresadas aquí son de responsabilidad del autor.